Clementina Suárez

I

Pudo ser.
pero estaba la espina,
eterna enemiga de la rosa.
Y sola, sin orillas,
la perdida corola de mi sueño.
 
Y fue.
En aquel pliegue triste
de mi sangre
donde, pálida quedó la sonrisa
que se hizo hielo
sobre su pecho ausente.
 
Obediente la rosa a su destino,
tuvo que ir mostrando
el candor de su rostro.
 
Te quemará el amor los huesos.
Niña del Aire!
Paloma del amanecer!
Ya que sólo en la sangre despierta
estará el germen creador defendido.
 
No caerá por eso
la estrella de tu mano.
Ligaduras humanas no detienen
tu rostro, ya salvado en mil edades.
 
Esbelta, en tu talle de ángel,
un río es la sangre de tus venas.
Agua que trae y que lleva
la quebrada raíz de la sombra.
 
Tus dedos nunca sabrán
rescatar el ademán que va perdido.
¿Qué semilla no encontró surco en tu mano,
ni inmaculado nido
en el hueco de tu rodilla?
 
Ningún camino aparta al cielo de su cielo.
Todo te alza a la altura de tu llaga.
Conmigo. Contigo. Sola.
Atada va la sangre
a raíces que no entiende.
 

II

Ya ves cómo
mi pecho ilumina
una verdad tremenda.
Los ángeles que pasean por mi sangre
son ángeles rebeldes.
 
Y me humilla tu rostro atado
y tu corazón cerrado
por un mandato de siervos.
 
Cuando yo oí me dijeron:
Pequeña: No le niegues al amor tu cara.
Sólo así tu flor tendrá polen
y flotará libre,
goteando muchedumbres,
tu cara creciendo con la hierba.
 
Distintos son los rumbos de la carne
y sólo el viento salvará
a tu pie, que en la ceniza
quedó extraviado. . .
 
Criatura de mi amor!
Sólo cuando el fuego
te lleve hasta mi grito,
recuperarás intacta
la espiga que dentro
de tu piel madura.
 
Fuera necesario morirme y no quererte.
Golpearme la espalda
y atar mi lengua
para no decirte
que están llorando en ti los brotes
y detenidos los arroyos,
porque le niegas al surco
lo que es del surco.
 

III

Me oyes!
¿Me estás oyendo lo que te digo yo?
La que quisiera detener el canto
y dejar que la muerte decorara
hasta mi desnudo vientre.
 
Antes de mirarte de tan lejos,
desde donde
hay un planeta que se quiebra
entre mis dedos.
 
Y no pude decirte más.
Me dolían todas mis marcas.
Y sin saberlo, empecé a despedirme,
a despegarme
de los resabios de mis pies,
por tus mismas palabras.
De repente, algo fue distinto.
Ni tú te llamaste tú
ni yo me llamaba yo.
 
El barro crecido
nos unía y separaba
en mil anillos
de diferente edad.
 
Hubiera querido amarrarme a ti
y no preguntarte nada.
Dejar inconclusa
la vid que conmigo crece.
Pero había, entre nosotros dos,
una espada arisca,
que no me lo permitió!
 
La palabra iba suelta
en el aire,
indestructible
dentro de mi llanto.
 
Es tan fácil herirme,
que un pequeño ruido
de cristal lo logra.
Basta que tu inmóvil
faz se mueva.
Y no me sientas subir,
estremecerme
con los ojos cerrados.
 
Reemplazar quisiera esta sangre
por otra sangre que te tocara las raíces,
y te dejara desnudo mi ramo de huesos
limpios
de todo lo que no fuera
una inocente corteza
que acatara tu latido.
 

IV

Despacio,
que está madurándose
la criatura de espuma
que se queja en mi entraña.
 
Copo a copo
voy cubriendo
de alta atmósfera
lo que vivirá,
aún detrás de la muerte.
 
La urgencia de mi paso
es un puro símbolo
—nada es mío—
una flecha me curva
dentro de tu amor.
 
¿No sientes deshojarse
pétalos dentro de mis sienes?
¿No sientes que mis manos
te adelantan la rosa,
el aroma y el tacto?
 
Y que mi sueño
es una arteria abierta
que calcina al gusano.
Y que precisas otro nombre
para encontrarte
con la sonrisa
de tu primer niñez.
 
Era eso lo que me faltaba decirte,
antes que tu amor
la boca me consuma.
 
Hablarte
de este doble vivir
en la noche y la trasnoche
de una sollozante bruma.
 
Nunca esperes que te traiga
una espina en la mano.
Para venir y para buscarte,
ya había dejado
todos los abrojos.
 
Flota en la luz de mi relámpago!
No olvides
que el paso frágil
de un milagro rápido huye.
Y que la vida que te pido,
no es tu vida,
sino que la copiosa,
inagotable.
La inmortal vida.
 
Buscando
voy dentro de tu fondo
al árbol que te viste
y te abraza y te estrecha.
y tal vez hasta te separa
de tu mejor forma.

(1988)

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