Me toca en el relente;
se sangra en los ocasos;
me busca con el rayo
de luna por los antros.
Como a Tomás el Cristo,
me hunde la mano pálida,
por que no olvide, dentro
de su herida mojada.
Le he dicho que deseo
morir, y él no lo quiere,
por palparme en los vientos,
por cubrirme en las nieves;
por moverse en mis sueños,
como a flor de semblante,
por llamarme en el verde
pañuelo de los árboles.
¿Si he cambiado de cielo?
Fui al mar y a la montaña.
Y caminó a mi vera
y hospedó en mis posadas.
¡Que tú, amortajadora descuidada,
no cerraste sus párpados,
ni ajustaste sus brazos en la caja!