Dibujar
tu cuerpo, Chile,
trazar la longilínea
costra de tus llagas.
Bosquejar
el zigzag de tus Andes,
cual huesos rotos
a lo largo de tu esqueleto.
Delimitar,
con un dedo tembloroso,
la curva ovalada
del tétrico estadio de Santiago.
Contar
las sórdidas células,
las sillas eléctricas,
los kilovatios de los proyectores
que impedían diferenciar
el día de la noche.
Ignorar
los nombres de los instructores
—¿norteamericanos?, ¿panameños?, ¿italianos?...
los apodos de los “aficionados locales”
—como los llamaba Cortázar—.
Saber
que siguen buscando los cuerpos
de tu cuerpo desmembrado.
Saber
que los milicos
se siguen callando.
Te leo hoy, Chile,
tantas veces hermano,
tantas veces enemigo
acérrimo.
Encima de tus ardores
nuevamente
las sombras de buitres al acecho,
de caimanes silenciadores de niños,
nuevamente
el mutismo de noches prohibidas
arremetiendo contra tus latidos.
Te leo hoy, Chile,
leo tu justa furia que
máquinas voraces arrollan
para silenciarte una vez más.