Miguel Oscar Menassa

España por fin es mi país. Madrid mi ciudad

Hay un decreto ley,
del 26 de agosto,
donde se me promulga
para toda España
ciudadano español
casi nativo
casi
con todos los derechos
con todos los deberes.
 
Oriundo de un Sur
donde las cosas
más que suceder
se sueñan
al principio no podía
creer lo que pasaba.
 
El señor Juez me dio la mano y me dijo:
Obediencia y serenidad y obediencia.
 
La secretaria del Juez bailaba
con las dos bellas mujeres
que siempre me acompañan
una danza Inca
para festejar el milagro
de mi nacionalización.
 
Pensar que estaba otra vez delirando
era prematuro y sin embargo, el Juez,
detuvo la danza para pedirme
800 pesetas prestadas
para unos sellos en mi trámite
y, luego, todavía,
las tres mujeres se mataban
unas a otras
para poder besar
los labios del Juez.
 
Mis mujeres hembras de luz
mataron a la secretaria
y la archivaron
entre las personas que
no habían nacido
y alternativamente
besaban y mordían
los labios del Juez.
 
Después bajaron corriendo
las escaleras
gritando:
Somos la nueva España.
Somos la nueva España.
 
Saludaron al policía de la puerta
con un movimiento a dúo de caderas
y escaparon por la calle
ciegas
plenas de libertad.
 
Yo trataba
de explicarle al Juez
que en mi trabajo
habíamos descubierto
que ciertos procesos interiores
se parecen
a ciertos procesos exteriores
y, entonces, expliqué:
 
Yo quería ser español y, ahora, lo soy.
Se da cuenta lo que le quiero transmitir.
 
Cuando las fantasías se hacen realidad
es cuando, a veces, se parte el corazón.
 
Comprendo, dijo el Juez,
usted quiere morir entre mis brazos
como mueren los pájaros sedientos
como mueren los hombres desesperados los hombres que como usted
lo han conseguido todo.
 
¡Defínase! Menassa. Olvide su pasado.
 
Ahora, usted, es español
serénese,
escuche cómo su corazón
late alborozado
de tener una nueva Patria
a quien deberse.
 
Espere, señor Juez,
la mili no la puedo hacer.
Tengo cuarenta y dos años
y seis hijos
y siete mil pensamientos
girando todo el tiempo
en mi cabeza
y trabajo de médico
todo el día
y pinto algún cuadrito
y escribo
algún poema miserable
y hago el amor
con esas dos fieras
que, usted,
alucinó hace un instante.
 
¿Vio cómo se prendían de sus labios,
como bocas abiertas de libertad?
 
Así voy por la vida:
 
hablando del camino
después de recorrerlo.
Así voy por la vida
como si no existiesen
ni mapas ni países
sino sólo mis versos.
 
El Juez sonriente
por haber entendido
me concedió
la Gracia de ser dos.
Y así voy por la vida
con el alma partida
en dos volcanes.
 
Viven en mí
como dos amplias mujeres
en los días de gloria
un corazón de plata
donde la imagen
persistente de un río
dulce y marítimo
golpea una ciudad
abierta a todos los idiomas
a todos los males.
Y un corazón de sol
donde la imagen
persistente de la luz
cósmica y sonora
revive
en la ciudad donde vivo
recuerdos
de otras ciudades
en tiempos de paz.
 
Y cada mañana con la luz
me voy alejando de la muerte.
 
Y así voy por la vida
ambicionando poder
además de mi madre
una mujer.
 
Y así voy por la vida
ambicionando poder alimentar
pasiones tan diversas.
Al mismo tiempo
un corazón de plata
mi vieja Buenos Aires
siempre a punto de morir
o de recordar alguna muerte.
Y un corazón de sol
mi pequeña Madrid
que estoy haciendo
siempre
a punto de olvidarse
de todos sus muertos
siempre a punto de nacer.
 
Comprende señor Juez
por qué habré de pagar
todos mis impuestos.
 
Porque en mi alma
ciudades y mujeres
se pasean libremente
en cualquier dirección
sin ponerse, nunca,
de acuerdo para nada.
Viajan por el espacio
alado de mi voz,
una detrás de la otra
o todas al mismo tiempo.
 
Comprende señor Juez
por qué habré de pagar
todos mis impuestos.
Ciudades y mujeres
y ciudades y mujeres
bailando
frenéticamente en mí
tratando
de ser reconocidas
cada una a su tiempo
o todas a la vez.
 
Por eso
pago los impuestos.
Para que nadie
me venga a preguntar
por esta oceánica
soledad
partida en dos.
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