Mi corazón latía contra el hierro
de la implacable reja;
callábamos los dos y nos mirábamos
a nuestras manos quietas.
Por matar el silencio peligroso,
manadero de pena,
rompiste a susurrar palabras rotas
que no eran de tu lengua.
Era como la niña que en el bosque
sola y de noche yerra,
y el pánico conjura con su canto
mientras el alba llega,
Y es que estábamos solos y perdidos,
otros Adán y Eva;
nos teníamos miedo; la’ serpiente
allí era la reja.
Nos dicen que la muerte vino al mundo
por la caída aquella
del Paraíso; ¿en qué, Teresa mía,
pensamos; tú te acuerdas?