Miguel Peñafiel

Más Allá del Muro Blanco: Los Hijos del Viento

Relato prohibido de lo que se oculta tras la última frontera de hielo

Cuentan las voces antiguas, aquellas que no se escriben pero viajan en el murmullo de las montañas, que más allá del muro de hielo de la Antártida—ese que se extiende como un anillo blanco e infinito—no hay sólo frío y desolación, sino un mundo que la humanidad ha olvidado... o quizá, nunca debió conocer.

Ese muro, alto como los cielos y liso como el vidrio, no es natural. Algunos lo llaman El Límite del Reino Prohibido. No lo rodea nadie, no lo vigilan cámaras, pero está custodiado por los Hijos del Viento.

El muro estaba allí. Blanco, liso, eterno. Parecía respirar. Lo llamamos El Velo. No lo escalamos ni lo atravesamos. Simplemente un día, el Velo se abrirá para nosotros, como si ya hubiésemos estado ahí, y lo hubiésemos olvidado.

Al otro lado, todo será diferente. El frío cesa como por encanto, y la brisa respira a fruta madura. Un sol doble brilla en lo alto, y a su alrededor se alzan árboles colosales, tan altos como montañas, con hojas que emitían luz propia al caer. Las flores cantan en frecuencias que se sienten más que se oyen.

Pero lo más sorprendente son ellos:
Los Altos, como los llamaron. Seres gigantes, de piel luminosa y ojos como lunas antiguas. Caminan descalzos sobre la tierra blanda, y sus pasos hacen florecer el suelo. Hablan en un lenguaje hecho de viento, música y memoria.

Los Hijos del Viento son seres antiguos, tan altos como árboles de cedro, de ojos claros que parecen reflejar galaxias enteras. Su piel es blanca como la nieve, pero cuando el sol oculto del otro lado los toca, brilla con un resplandor azul. No hablan. Piensan en frecuencias. Sus palabras no se oyen, se sienten en la médula del alma.

Del otro lado del muro no hay invierno. Hay una vasta llanura esmeralda, donde las estaciones no cambian y la luz no muere. Allí crecen árboles gigantescos, con raíces que laten como corazones dormidos. Algunos alcanzan los mil metros de altura, y sus frutos—dorados, púrpuras o de cristal—pueden alimentar a un ser humano durante semanas. Se dice que uno solo basta para curar toda enfermedad.

Nos guiaron al corazón de la tierra, donde un río dorado atravesaba una civilización sin techos ni muros. Allí, cada fruta alimentaba no sólo el cuerpo, sino también el alma. El tiempo era diferente. No pasaba. Todo estaba en un ahora eterno

También se alzan montañas flotantes, suspendidas por energías desconocidas. Entre sus grietas brotan ríos de luz líquida, y sobre sus cimas anidan criaturas aladas del tamaño de dirigibles, con plumas de obsidiana y mirada sabia.

A lo lejos, se extiende una civilización transparente, construida no con piedra ni metal, sino con una sustancia viva, suave como el agua y resistente como el diamante. Las estructuras cambian de forma lentamente, como si respiraran con la tierra. Allí no hay electricidad. Toda la energía fluye desde el suelo, desde una red de cristales que iluminan los caminos como estrellas bajo los pies.

Los Hijos del Viento no están solos. Comparten ese mundo oculto con otras criaturas:
—Los Kolanthar, enormes bestias herbívoras cubiertas de musgo, cuyas espaldas albergan pequeños ecosistemas.
—Los Lumnari, felinos de tres ojos que pueden volverse invisibles.
—Y los misteriosos Teonak, figuras humanoides hechas de niebla sólida que desaparecen cuando uno intenta acercarse.

En el centro de ese reino oculto hay un lago negro como el cielo sin luna. Flota inmóvil, pero nadie ha tocado jamás su fondo. En su centro, un árbol de luz blanca florece eternamente, y que sus hojas son fragmentos del tiempo mismo. Cada una contiene una historia, y quienes tengan la osadía de leerlas, olvidarán quiénes serán.

Todo eso que fue el Edén, y que no se perdió, sino que fue escondido. Protegido por el muro. Silenciado por el hielo. Allí, el hombre no reina, solo observa si se le permite.
Y dónde el muro solo se abrirá cuando la humanidad recuerde lo que ha olvidado.

“Los Hijos del Viento vigilan las murallas eternas de la Antártida, no para imponer miedo, sino para preservar el secreto de un mundo que aún no está listo para ser revelado. Sus ojos ven más allá del hielo, donde los siglos se esconden en silencio y la verdad duerme bajo la nieve ancestral.”

Así termina este relato prohibido.
No hay pruebas.
No hay mapas.
Sólo esta historia que traigo con el viento...
Y que quizás, un día, me lleve de vuelta.

Reserva derechos de autor.

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