Mauricio Bacarisse

Las máximas de Epicteto

Besa la niebla de las madrugadas
       de mis balcones el cristal;
solfea el reló cinco campanadas
      como un arpegio digital.
 
 ¡Silencio matinal! Nada me turbe
      salvo el ronco rodar de un coche
o un alegre cantar de gallos de urbe
      dando extremaunción a la noche.
 
 Leo en sartas de letras pequeñitas,
       con ambiente callado y quieto,
por mi buen bisabuelo manuscritas
      máximas del viejo Epicteto.
 
 ¡Marcha el sirio filósofo estoico
      sobre sabia huella socrática!
Quiere su crátera en mi incendio heroico
      verter la prudencia pragmática.
 
 Ama mi carne el premio de los goces.
      Ansía besos y riquezas.
¡Epicteto no ha de mellar las hoces
       que emplear quiero en mis proezas!
 
 Me detendré por la concha y la flor
       y dejaré partir la nave.
No ha llegado a asustarme el dolor
      ni a tentarme la vida suave,
 
 y harto de dar saltos y piruetas
       de saltimbanqui silogístico
iré a buscar las verdades secretas
       en un mar violento y artístico,
 
 y así me adueñaré del Universo,
       sin podres teorías físicas;
así abrirán los dedos de mi verso
      las rosas metafísicas.
 
 Quiero raptar a la Helena troica
      chorreando sangre melpoménica,
y enseñar a la escuela estoica
       mi dolor de tragedia helénica.
 
 El huir del Sufrir es ser cobarde.
      ¡Apréndelo, Prudencia mágica!
El Manual de Epicteto llega tarde.
      ¡Amo la vida recia y trágica!
 
 En daguerreotipos y en miniaturas
      se ríen mis antepasados
de que lea sus viejas escrituras:
      ¡Aventureros y desventurados!
 
 A mi abuelo le brilla la capona
      sobre casaca sanjuanista,
y su negra perilla desentona
       sobre el corbatín de batista.
 
 Vosotros, por la noche en vuestra alcoba
      este amarillo libro que abro
escribisteis en mesas de caoba
       a la luz de algún candelabro.
 
 Pero nunca os domasteis a la horma
      de la renunciación dogmática.
La aurora que nacía os dio la norma
      de la gran existencia dramática.
 
 Suenan los conventuales esquilones
      y me dicen palideciendo
«Hasta mañana» las constelaciones.
      El día nace sonriendo...
 
 Borra el alba la noche alarmante,
      como quien corrige una errata,
y en el cielo cabecea el menguante
      como una góndola de plata.
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