Me sacudo de horas y lugares; aquietada
me hundo, llego al fondo,
bosques líquidos, peces asustados.
Quiero saber qué traigo escrito adentro,
la palabra en la sangre, la condena
taladrada en el hueso,
la implacable
mordedura prendida en la neurona.
Esa caverna que todavía habito
y esos hombres
cubiertos de pelambre.
Laberintos, uno dentro del otro,
sin embargo,
en la memoria del latido, algo
salva malezas, libra de la asfixia,
ilumina derrotas y naufragios,
triunfa de todos los goliats
y emerge
desde el candor dormido y balbucea.
Alguien de mí, yo misma, desde el hondo
misterioso subsuelo de mi carne,
me ilumina y me hiere de señales.
Siento un bosque de copas derrumbadas,
una canción distante que evapora,
y un osario de nidos sin amparo,
Una manzana muerta a picotazos,
el redondel quemado a cigarrillo,
un sol sin rostro, solamente rayos,
y niñitos tomados de la mano,
con sus piernas torcidas, con su ombligo
sosteniendo una comba triste en hambre.
Miro en torno, de nuevo estoy ausente,
de nuevo tengo miedo de asustarme,
escribo un corazón en todas partes,
bajo lluvia de azahares, bebo cielo.
Me crecen hijos de todas mis aristas,
en ellos crezco, mientras van sembrando.
Sola en el tiempo, el bosque es tan espeso,
van cayendo mis hojas una a una,
tantas lobos detrás de los crujidos,
mi corteza sangrada en arañazos.
Un cazador acecha... está nevando.
Mi dedo tenso en el gatillo grita
por la boca de un fusil de espanto.
Quiero dormirme, mas llevar conmigo,
lo que tuve y no tengo.
Ser el amor de quienes me quisieron.
Borroneada, tachada, magullada,
toda estallada y muda
me refugio,
sumergida en mí misma, toco fondo,
y una página blanca me descifra.
Papá... mamá...
yo amo a mi mamá... mamá me ama.