José Martí

La historia del hombre, contada por sus casas

Segundo Número, Agosto 1889

Ahora la gente vive en casas grandes, con puertas y ventanas, y patios enlosados, y portales de columnas: pero hace muchos miles de años los hombres no vivían así, ni había países de sesenta millones de habitantes, como hay hoy. En aquellos tiempos no había libros que contasen las cosas: las piedras, los huesos, las conchas, los instrumentos de trabajar son los que enseñan cómo vivían los hombres de antes. Eso es lo que se llama «edad de piedra», cuando los hombres vivían casi desnudos, o vestidos de pieles, peleando con las fieras del bosque, escondidos en las cuevas de la montaña, sin saber que en el mundo había cobre ni hierro allá en los tiempos que llaman «paleolíticos»:—¡palabra larga esta de «paleolíticos»!—. Ni la piedra sabían entonces los hombres cortar: luego empezaron a darle figura, con unas hachas de pedernal afilado, y ésa fue la edad nueva de piedra, que llaman «neolítica»: neo, nueva, lítica, de piedra: paleo, por supuesto, quiere decir viejo, antiguo. Entonces los hombres vivían en las cuevas de la montaña, donde las fieras no podían subir, o se abrían un agujero en la tierra, y le tapaban la entrada con una puerta de ramas de árbol; o hacían con ramas un techo donde la roca estaba como abierta en dos; o clavaban en el suelo tres palos en pico, y los forraban con las pieles de los animales que cazaban: grandes eran entonces los animales, grandes como montes. En América no parece que vivían así los hombres de aquel tiempo, sino que andaban juntos en pueblos, y no en familias sueltas: todavía se ven las ruinas de los que llaman los «terrapleneros», porque fabricaban con tierra unos paredones en figura de círculo, o de triángulo, o de cuadrado, o de cuatro círculos unos dentro de otros: otros indios vivían en casas de piedra que eran como pueblos, y las llamaban las casas-pueblos, porque allí hubo hasta mil familias a la vez, que no entraban a la casa por puertas, como nosotros, sino por el techo, como hacen ahora los indios zuñis: en otros lugares hay casas de cantos en los agujeros de las rocas, adonde subían agarrándose de unas cortaduras abiertas a pico en la piedra, como una escalera. En todas partes se fueron juntando las familias para defenderse, y haciendo ciudades en las rocas, o en medio de los lagos, que es lo que llaman ciudades lacustres, porque están sobre el agua las casas de troncos de árbol, puestas sobre pilares clavados en lo hondo, o sujetos con piedras al pie, para que el peso tuviese a flote las casas: y a veces juntaban con vigas unas casas con otras, y les ponían alrededor una palizada para defenderse de los vecinos que venían a pelear, o de los animales del monte: la cama era de yerba seca, las tazas eran de madera, las mesas y los asientos eran troncos de árboles. Otros ponían de punta en medio de un bosque tres piedras grandes, y una chata encima, como techo, con una cerca de piedras, pero estos dólmenes no eran para vivir, sino para enterrar sus muertos, o para ir a oír a los viejos y los sabios cuando cambiaba la estación, o había guerra, o tenían que elegir rey: y para recordar cada cosa de éstas clavaban en el suelo una piedra grande, como una columna, que llamaban «menhir» en Europa, y que los indios mayas llamaban «katún»; porque los mayas de Yucatán no sabían que del otro lado del mar viviera el pueblo galo, en donde está Francia ahora, pero hacían lo mismo que los galos, y que los germanos, que vivían donde está ahora Alemania. Estudiando se aprende eso: que el hombre es el mismo en todas partes, y aparece y crece de la misma manera, y hace y piensa las mismas cosas, sin más diferencia que la de la tierra en que vive, porque el hombre que nace en tierra de árboles y de flores piensa más en la hermosura y el adorno, y tiene más cosas que decir, que el que nace en una tierra fría, donde ve el cielo oscuro y su cueva en la roca. Y otra cosa se aprende, y es que donde nace el hombre salvaje, sin saber que hay ya pueblos en el mundo, empieza a vivir lo mismo que vivieron los hombres de hace miles de años. Junto a la ciudad de Zaragoza, en España, hay familias que viven en agujeros abiertos en la tierra del monte: en Dakota, en los Estados Unidos, los que van a abrir el país viven en covachas, con techos de ramas, como en la edad neolítica: en las orillas del Orinoco, en la América del Sur, los indios viven en ciudades lacustres, lo mismo que las que había hace cientos de siglos en los lagos de Suiza: el indio norteamericano le pone a rastras a su caballo los tres palos de su tipi, que es una tienda de pieles, como la que los hombres neolíticos levantaban en los desiertos: el negro de África hace hoy su casa con las paredes de tierra y el techo de ramas, lo mismo que el germano de antes, y deja alto el quicio como el germano lo dejaba, para que no entrasen las serpientes. No es que hubo una edad de piedra, en que todos los pueblos vivían a la vez del mismo modo; y luego otra de bronce, cuando los hombres empezaron a trabajar el metal, y luego otra edad de hierro. Hay pueblos que viven, como Francia ahora, en lo más hermoso de la edad de hierro, con su torre de Eiffel que se entra por las nubes: y otros pueblos que viven en la edad de piedra, como el indio que fabrica su casa en las ramas de los árboles, y con su lanza de pedernal sale a matar los pájaros del bosque y a ensartar en el aire los peces voladores del río. Pero los pueblos de ahora crecen más de prisa, porque se juntan con los pueblos más viejos, y aprenden con ellos lo que no saben; no como antes, que tenían que ir poco a poco descubriéndolo todo ellos mismos. La edad de piedra fue al empezar a vivir, que los hombres andaban errantes huyendo de los animales, y vivían hoy acá y mañana allá, y no sabían que eran buenos de comer los frutos de la tierra. Luego los hombres encontraron el cobre, que era más blando que el pedernal, y el estaño, que era más blando que el cobre, y vieron que con el fuego se le sacaba el metal a la roca, y que con el estaño y cobre juntos se hacía un metal nuevo, muy bueno para hachas y lanzas y cuchillos, y para cortar la piedra. Cuando los pueblos empiezan a saber cómo se trabaja el metal, y a juntar el cobre con el estaño, entonces están en su edad de bronce. Hay pueblos que han llegado a la edad de hierro sin pasar por la de bronce, porque el hierro es el metal de su tierra, y con él empezaron a trabajar, sin saber que en el mundo había cobre ni estaño. Cuando los hombres de Europa vivían en la edad de bronce, ya hicieron casas mejores, aunque no tan labradas y perfectas como las de los peruanos y mexicanos de América, en quienes estuvieron siempre juntas las dos edades, porque siguieron trabajando con pedernal cuando ya tenían sus minas de oro, y sus templos con soles de oro como el cielo, y sus huacas, que eran los cementerios del Perú, donde ponían a los muertos con las prendas y jarros que usaban en vida. La casa del indio peruano era de mampostería, y de dos pisos, con las ventanas muy en alto, y las puertas más anchas por debajo que por la cornisa, que solía ser de piedra tallada, de trabajo fino. El mexicano no hacía su casa tan fuerte, sino más ornada, como en país donde hay muchos árboles y pájaros. En el techo había como escalones, donde ponían las figuras de sus santos, como ahora ponen mucho en los altares figuras de niños, y piernas y brazos de plata: adornaban las paredes con piedras labradas, y con fajas como de cuentas o de hilos trenzados, imitando las grecas y fimbrias que les bordaban sus mujeres en las túnicas: en las salas de adentro labraban las cabezas de las vigas, figurando sus dioses, sus animales o sus héroes, y por fuera ponían en las esquinas unas canales de curva graciosa, como imitando plumas. De lejos brillaban las casas con el sol, como si fueran de plata.

En los pueblos de Europa es donde se ven más claras las tres edades, y mejor mientras más al Norte, porque allí los hombres vivieron solos, cada uno en su pueblo, por siglos de siglos, y como empezaron a vivir por el mismo tiempo, se nota que aunque no se conocían unos a otros, iban adelantando del mismo modo. La tierra va echando capas conforme van pasando siglos: la tierra es como un pastel de hojaldres, que tiene muchas capas una sobre otra, capas de piedra dura, y a veces viene de adentro, de lo hondo del mundo, una masa de roca que rompe las capas acostadas, y sale al aire libre, y se queda por encima de la tierra, como un gigante regañón, o como una fiera enojada, echando por el cráter humo y fuego: así se hacen los montes y los volcanes. Por esas capas de la tierra es por donde se sabe cómo ha vivido el hombre, porque en cada una hay enterrados huesos de él, y restos de los animales y árboles de aquella edad, y vasos y hachas; y comparando las capas de un lugar con las de otro se ve que los hombres viven en todas partes casi del mismo modo en cada edad de la tierra: sólo que la tierra tarda mucho en pasar de una edad a otra, y en echarse una capa nueva, y así sucede lo de los romanos y los bretones de Inglaterra en tiempo de Julio César, que cuando los romanos tenían palacios de mármol con estatuas de oro, y usaban trajes de lana muy fina, la gente de Bretaña vivía en cuevas, y se vestía con las pieles salvajes, y peleaba con mazas hechas de los troncos duros.

En esos pueblos viejos sí se puede ver cómo fue adelantando el hombre, porque después de las capas de la edad de piedra, donde todo lo que se encuentra es de pedernal, vienen las otras capas de la edad de bronce, con muchas cosas hechas de la mezcla del cobre y estaño, y luego vienen las capas de arriba, las de los últimos tiempos, que llaman la edad de hierro, cuando el hombre aprendió que el hierro se ablandaba al fuego fuerte, y que con el hierro blando podía hacer martillos para romper la roca, y lanzas para pelear, y picos y cuchillas para trabajar la tierra: entonces es cuando ya se ven casas de piedra y de madera, con patios y cuartos, imitando siempre los casucos de rocas puestas unas sobre otras sin mezcla ninguna, o las tiendas de pieles de sus desiertos y llanos: lo que sí se ve es que desde que vino al mundo le gustó al hombre copiar en dibujo las cosas que veía, porque hasta las cavernas más oscuras donde habitaron las familias salvajes están llenas de figuras talladas o pintadas en la roca, y por los montes y las orillas de los ríos se ven manos, y signos raros, y pinturas de animales, que ya estaban allí desde hacía muchos siglos cuando vinieron a vivir en el país los pueblos de ahora. Y se ve también que todos los pueblos han cuidado mucho de enterrar a los muertos con gran respeto y han fabricado monumentos altos, como para estar más cerca del cielo, como nosotros hacemos ahora con las torres. Los terrapleneros hacían montañas de tierra, donde sepultaban los cadáveres: los mexicanos ponían sus templos en la cumbre de unas pirámides muy altas: los peruanos tenían su «chulpa» de piedra que era una torre ancha por arriba, como un puño de bastón: en la isla de Cerdeña hay unos torreones que llaman «nuragh», que nadie sabe de qué pueblo eran; y los egipcios levantaron con piedras enormes sus pirámides, y con el pórfido más duro hicieron sus obeliscos famosos, donde escribían su historia con los signos que llaman «jeroglíficos».

Ya los tiempos de los egipcios empiezan a llamarse «tiempos históricos» porque se puede escribir su historia con lo que se sabe de ellos: esos otros pueblos de las primeras edades se llaman pueblos «prehistóricos», de antes de la historia, o pueblos primitivos. Pero la verdad es que en esos mismos pueblos históricos hay todavía mucho prehistórico, porque se tiene que ir adivinando para ver dónde y cómo vivieron. ¿Quién sabe cuándo fabricaron los quechuas sus acueductos y sus caminos y sus calzadas en el Perú; ni cuándo los chibchas de Colombia empezaron a hacer sus dijes y sus jarros de oro; ni qué pueblo vivió en Yucatán antes que los mayas que encontraron allí los españoles; ni de dónde vino la raza desconocida que levantó los terraplenes y las casas-pueblos en la América del Norte? Casi lo mismo sucede con los pueblos de Europa; aunque allí se ve que los hombres aparecieron a la vez, como nacidos de la tierra, en muchos lugares diferentes; pero que donde había menos frío y era más alto el país fue donde vivió primero el hombre: y como que allí empezó a vivir, allí fue donde llegó más pronto a saber, y a descubrir los metales, y a fabricar, y de allí, con las guerras, y las inundaciones, y el deseo de ver el mundo, fueron bajando los hombres por la tierra y el mar. En lo más elevado y fértil del continente es donde se civilizó el hombre trasatlántico primero. En nuestra América sucede lo mismo: en las altiplanicies de México y del Perú, en los valles altos y de buena tierra, fue donde tuvo sus mejores pueblos el indio americano. En el continente trasatlántico parece que Egipto fue el pueblo más viejo, y de allí fueron entrando los hombres por lo que se llama ahora Persia y Asia Menor, y vinieron a Grecia, buscando la libertad y la novedad, y en Grecia levantaron los edificios más perfectos del mundo, y escribieron los libros más bien compuestos y hermosos. Había pueblos nacidos en todos estos países, pero los que venían de los pueblos viejos sabían más, y los derrotaban en la guerra, o les enseñaban lo que sabían, y se juntaban con ellos. Del norte de Europa venían otros hombres más fuertes, hechos a pelear con las fieras y a vivir en el frío: y de lo que se llama ahora Indostán salió huyendo, después de una gran guerra, la gente de la montaña, y se juntó con los europeos de las tierras frías, que bajaron luego del Norte a pelear con los romanos, porque los romanos habían ido a quitarles su libertad, y porque era gente pobre y feroz, que le tenía envidia a Roma, porque era sabia y rica, y como hija de Grecia. Así han ido viajando los pueblos en el mundo, como las corrientes van por la mar, y por el aire los vientos.

Egipto es como el pueblo padre del continente trasatlántico: el pueblo más antiguo de todos aquellos países «clásicos». Y la casa del egipcio es como su pueblo fue, graciosa y elegante. Era riquísimo el Egipto, como que el gran río Nilo crecía todos los años, y con el barro que dejaba al secarse nacían muy bien las siembras: así que las casas estaban como en alto, por miedo a las inundaciones. Como allá hay muchas palmeras, las columnas de las casas eran finas y altas, como las palmas; y encima del segundo piso tenían otro sin paredes, con un techo chato, donde pasaban la tarde al aire fresco, viendo el Nilo lleno de barcos que iban y venían con sus viajeros y sus cargas, y el cielo de la tarde, que es de color de oro y azafrán. Las paredes y los techos están llenos de pinturas de su historia y religión; y les gustaba el color tanto, que hasta la estera con que cubrían el piso era de hebras decolores diferentes.

Los hebreos vivieron como esclavos en el Egipto mucho tiempo, y eran los que mejor sabían hacer ladrillos. Luego, cuando su libertad, hicieron sus casas con ladrillos crudos, como nuestros adobes, y el techo era de vigas de sicomoro, que es su árbol querido. El techo tenía un borde como las azoteas, porque con el calor subía la gente allí a dormir, y la ley mandaba que fabricasen los techos con muro, para que no cayese la gente a tierra. Solían hacer sus casas como el templo que fabricó su gran rey Salomón, que era cuadrado, con las puertas anchas de abajo y estrechas por la comisa, y dos columnas al lado de la puerta.

Por aquellas tierras vivían los asirios, que fueron pueblo guerreador, que les ponía a sus casas torres, como para ver más de lejos al enemigo, y las torres eran de almenas, como para disparar el arco desde seguro. No tenían ventanas, sino que les venía la luz del techo. Sobre las puertas ponían a veces piedras talladas con alguna figura misteriosa, como un toro con cabeza de hombre, o una cabeza con alas.

Los fenicios fabricaron sus casas y monumentos con piedras sin labrar, que ponían unas sobre otras como los etruscos; pero como eran gente navegante, que vivía del comercio, empezaron pronto a imitar las casas de los pueblos que veían más, que eran los hebreos y los egipcios, y luego las de los persas, que conquistaron en guerra el país de Fenicia. Y así fueron sus casas, con la entrada hebrea, y la parte alta como las casas de Egipto, o como las de Persia.

Los persas fueron pueblo de mucho poder, como que hubo tiempo en que todos esos pueblos de los alrededores vivían como esclavos suyos. Persia es tierra de joyas: los vestidos de los hombres, las mantas de los caballos, los puños de los sables, todo está allí lleno de joyas. Usan mucho del verde, del rojo y del amarillo. Todo les gusta de mucho color, y muy brillante y esmaltado. Les gustan las fuentes, los jardines, los velos de hilo de plata, la pedrería fina. Todavía hoy son así los persas; y ya en aquellos tiempos eran sus casas de ladrillos de colores, pero no de techo chato como las de los egipcios y hebreos, sino con una cúpula redonda, como imitando la bóveda del cielo. En un patio estaba el baño, en que echaban olores muy finos; y en las casas ricas había patios cuadrados, con muchas columnas alrededor, y en medio una fuente, entre jarrones de flores. Las columnas eran de muchos trozos y dibujos, pintados de colores, con fajas y canales, y el capitel hecho con cuerpos de animales, de pecho verde y collar de oro.

Junto a Persia está el Indostán, que es de los pueblos más viejos del mundo, y tiene templos de oro, trabajados como trabajan en las platerías la filigrana, y otros templos cavados en la roca, y figuras de su dios Buda cortadas a pico en la montaña. Sus templos, sus sepulcros, sus palacios, sus casas, son como su poesía, que parece escrita con colores sobre marfil, y dice las cosas como entre hojas y flores. Hay templo en el Indostán que tiene catorce pisos, como la pagoda de Tanjore, y está todo labrado, desde los cimientos hasta la cúpula. Y la casa de los hindús de antes era como las pagodas de Lahore o las de Cachemira, con los techos y balcones muy adornados y con muchas vueltas, y a la entrada la escalinata sin baranda. Otras casas tenían torreones en la esquina, y el terrado como los egipcios, corrido y sin las torres. Pero lo hermoso de las casas hindús era la fantasía de los adornos, que son como un trenzado que nunca se acaba, de flores y de plumas.

En Grecia no era así, sino todo blanco y sencillo, sin lujos de colorines. En la casa de los griegos no había ventanas, porque para el griego fue siempre la casa un lugar sagrado, donde no debía mirar el extranjero. Eran las casas pequeñas, como sus monumentos, pero muy lindas y alegres, con su rosal y su estatua a la puerta, y dentro el corredor de columnas, donde pasaba los días la familia, que sólo en la noche iba a los cuartos, reducidos y oscuros. El comedor y el corredor era lo que amueblaban, y eso con pocos muebles: en las paredes ponían en nichos sus jarros preciosos: las sillas tenían filetes tallados, como los que solían ponerles a las puertas, que eran anchas de abajo y con la cornisa adornada de dibujos de palmas y madreselvas. Dicen que en el mundo no hay edificio más bello que el Partenón, como que allí no están los adornos por el gusto de adornar, que es lo que hace la gente ignorante con sus casas y vestidos, sino que la hermosura viene de una especie de música que se siente y no se oye, porque el tamaño está calculado de manera que venga bien con el color, y no hay cosa que no sea precisa, ni adorno sino donde no pueda estorbar. Parece que tienen alma las piedras de Grecia. Son modestas, y como amigas del que las ve. Se entran como amigas por el corazón. Parece que hablan.

Los etruscos vivieron al norte de Italia, en sus doce ciudades famosas, y fueron un pueblo original, que tuvo su gobierno y su religión, y un arte parecido al de los griegos, aunque les gustaba más la burla y la extravagancia, y usaban mucho color. Todo lo pintaban, como los persas; y en las paredes de sus sepulturas hay caballos con la cabeza amarilla y la cola azul. Mientras fueron república libre, los etruscos vivían dichosos, con maestros muy buenos de medicina y astronomía, y hombres que hablaban bien de los deberes de la vida y de la composición del mundo. Era célebre Etruria por sus sabios, y por sus jarros de barro negro, con figuras de relieve, y por sus estatuas y sarcófagos de tierra cocida, y por sus pinturas en los muros, y sus trabajos en metal. Pero con la esclavitud se hicieron viciosos y ricos, como sus dueños los romanos. Vivían en palacios, y no en sus casas de antes; y su gusto mayor era comer horas enteras acostados. La casa etrusca de antes era de un piso, con un terrado de baranda, y el techo de aleros caídos. Pintaban en las paredes sus fiestas y sus ceremonias, con retratos y caricaturas, y sabían dibujar sus figuras como si se las viera en movimiento.

La casa de los romanos fue primero como la de los etruscos, poro luego conocieron a Grecia, y la imitaron en sus casas, como en todo. El atrio al principio fue la casa entera, y después no era más que el portal, de donde se iba por un pasadizo al patio interior, rodeado de columnas, adonde daban los cuartos ricos del señor, que para cada cosa tenía un cuarto diferente: el cuarto de comer daba al corredor, lo mismo que la sala y el cuarto de la familia, que por el otro lado abría sobre un jardín. Adornaban las paredes con dibujos y figuras de colores brillantes, y en los recodos había muchos nichos con jarras y estatuas. Si la casa estaba en calle de mucha gente, hacían cuartos con puerta a la calle, y los alquilaban para tiendas. Cuando la puerta estaba abierta se podía ver hasta el fondo del jardín. El jardín, el patio y el atrio tenían alrededor en muchas casas una arquería. Luego Roma fue dueña de todos los países que tenía alrededor, hasta que tuvo tantos pueblos que no los pudo gobernar, y cada pueblo se fue haciendo libre y nombrando su rey, que era el guerrero más poderoso de todos los del país, y vivía en su castillo de piedra, con torres y portalones, como todos los que llamaban «señores» en aquel tiempo de pelear; y la gente de trabajo vivía alrededor de los castillos, en casuchos infelices. Pero el poder de Roma había sido muy grande, y en todas partes había puentes y arcos y acueductos y templos como los de los romanos; sólo que por el lado de Francia, donde había muchos castillos, iban haciendo las fábricas nuevas, y las iglesias sobre todo, como si fueran a la vez fortalezas y templos, que es lo que llaman «arquitectura románica» y del lado de los persas y de los árabes, por donde está ahora Turquía, les ponían a los monumentos tanta riqueza y color que parecían las iglesias cuevas de oro, por lo grande y lo resplandeciente: de modo que cuando los pueblos nuevos del lado de Francia empezaron a tener ciudades, las casas fueron de portales oscuros y de muchos techos de pico, como las iglesias románicas; y del lado de Turquía eran las casas como palacios, con las columnas de piedras ricas, y el suelo de muchas piedrecitas de color, y las pinturas de la pared con el fondo de oro, y los cristales dorados: había barandas en las casas bizantinas hechas con una mezcla de todos los metales, que lucía como fuego: era feo y pesado tanto adorno en las casas, que parecen sepulturas de hombre vanidoso, ahora que están vacías.

En España habían mandado también los romanos; pero los moros vinieron luego a conquistar, y fabricaron aquellos templos suyos que llaman mezquitas, y aquellos palacios que parecen cosa de sueño, como si ya no se viviese en el mundo, sino en otro mundo de encaje y de flores: las puertas eran pequeñas, pero con tantos arcos que parecían grandes: las columnas delgadas sostenían los arcos de herradura, que acababan en pico, como abriéndose para ir al cielo: el techo era de madera fina, pero todo tallado, con sus letras moras y sus cabezas de caballos: las paredes estaban cubiertas de dibujos, lo mismo que una alfombra: en los patios de mármol había laureles y fuentes: parecían como el tejido de un velo aquellos balcones.

Con las guerras y las amistades se fueron juntando aquellos pueblos diferentes, y cuando ya el rey pudo más que los señores de los castillos, y todos los hombres creían en el cielo nuevo de los cristianos, empezaron a hacer las iglesias «góticas» con sus arcos de pico, y sus torres como agujas que llegaban a las nubes, y sus pórticos bordados, y sus ventanas de colores. Y las torres cada vez más altas; porque cada iglesia quería tener su torre más alta que las otras; y las casas las hacían así también, y, los muebles. Pero los adornos llegaron a ser muchos, y los cristianos empezaron a no creer en el cielo tanto como antes. Hablaban mucho de lo grande que fue Roma: celebraban el arte griego por sencillo: decían que ya eran muchas las iglesias: buscaban modos nuevos de hacer los palacios: y de todo eso vino una manera de fabricar parecida a la griega, que es lo que llaman arquitectura del «Renacimiento»: pero como en el arte gótico de la «ojiva» había mucha beldad, ya no volvieron a ser las casas de tanta sencillez, sino que las adornaron con las esquinas graciosas, las ventanas altas, y los balcones elegantes de la arquitectura gótica. Eran tiempos de arte y riqueza, y de grandes conquistas, así que había muchos señores y comerciantes con palacio. Nunca habían vivido los hombres, ni han vuelto a vivir, en casas tan hermosas. Los pueblos de otras razas, donde se sabe poco de los europeos, peleaban por su cuenta o se hacían amigos, y se aprendían su arte especial unos de otros, de modo que se ve algo de pagoda hindú en todo lo de Asia, y hay picos como los de los palacios de Lahore en las casas japonesas, que parecen cosa de aire y de encanto, o casitas de jugar, con sus corredores de barandas finas y sus paredes de mimbre o de estera. Hasta en la casa del eslavo y del ruso se ven las curvas revueltas y los techos de punta de los pueblos hindús. En nuestra América las casas tienen algo de romano y de moro, porque moro y romano era el pueblo español que mandó en América, y echó abajo las casas de los indios. Las echó abajo de raíz: echó abajo sus templos, sus observatorios, sus torres de señales, sus casas de vivir, todo lo indio lo quemaron los conquistadores españoles y lo echaron abajo, menos las calzadas, porque no sabían llevar las piedras que supieron traer los indios, y los acueductos, porque les traían el agua de beber.

Ahora todos los pueblos del mundo se conocen mejor y se visitan: y en cada pueblo hay su modo de fabricar, según haya frío o calor, o sean de una raza o de otra; pero lo que parece nuevo en las ciudades no es su manera de hacer casas, sino que en cada ciudad hay casas moras, y griegas, y góticas, y bizantinas, y japonesas, como si empezara el tiempo feliz en que los hombres se tratan como amigos, y se van juntando.

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