La hija del diablo se casa. No sabíamos si ir o no ir. En casa resolvieron no ir. Ella paseaba con la trenza brillando como un vidrio al sol. Vestido celeste. Y las pezuñas delicadísimas, cinceladas y de platino. Con los ojos un poco redondos, insondables, se paraba frente a cada uno, como publicitando, invitando, o, consciente e inconscientemente, amenazando. La hija del diablo se casa. Cerraron las puertas de mi casa. Pasado el mediodía resolví huir. Crucé por arriba de los jardines de fresias y junquillos tratando de no trozar ni uno de los ramos amarillos, de los que vivíamos; por ocultas veredas; creo que hice tres veces la misma senda, me perdía, y tuve miedo que, desde la casa, estuviesen espiando mi inútil vuelo.
¡Al fin toqué las puertas de los hornos! Pasaban platos con todas las escenas del amor erótico. “Invitan con la Carne”, dijo una voz que me pareció de una vecina; miré y, si era, estaba embozada. Y también servían niños no natos, cubiertos con azúcar. “Son riquísimos”. El tam tam celebratorio apareció adentro de la tierra y en un perpetuo crescendo, anuló las conversaciones y llegó al colmo. La hija del diablo, de pie junto a la pared, el pelo igual que el sol, entreabrió el vestido, las piernas, las pezuñas. Su himen cayó roto (se oyó un leve bramido) y corrió como una margarita entre nosotros. Alguien gritó: -¿Y el novio? –Se va por aquí. Es chiquitito.
Cerré los ojos. Creo que cayó un aguacero. Huí arriba de los jardines, de los ramos amarillos; entraba en cada cueva y salía aterrada. Entré en mi casa. Mamá estaba fija en el mismo lugar, haciendo el mismo encaje. Sin levantar los ojos, comentó: –Pero, ¿qué haces? Andas por el jardín con estos aguaceros.