Mario Benedetti

Nadir: Fábula con Papa

Doblé la esquina y el Papa estaba allí, solo y bostezando, con su atuendo blanquísimo, recostado en la pared de ladrillos. Siempre supe que lo iba a encontrar, pero no pensé que sería tan pronto. Tenía los ojos cerrados, o quizá entrecerrados, como los de un miope al que el sol le molesta. Pero estaba nublado.
   —Hola, Santidad—dije tentativamente.
     Levantó con pereza una mano en signo de saludo. Estaba cansado y sin carisma. Me dio un poco de vergüenza haberlo sorprendido en una soledad tan privada. Pero al fin de cuentas estábamos en la calle, o sea en un ámbito comunitario.
   —¿Qué quieres? ¿La bendición?
   —No, Santidad.
     Hizo un esfuerzo y abrió del todo los ojos. Me pareció un poco desconcertado. Un segundo antes, en un gesto casi automático, había empezado a extender la mano para el beso ritual, pero se contuvo y desvió el ademán; tras una vacilación, se pasó los dedos por la frente.
   —¿Le duele la cabeza?
   —Un poco sí. Mucha gente, demasiada. Les pido silencio y siguen gritando. No me dejan hablar. A veces creo que vitorean lo contrario de lo que he dicho.
   —¿Quiere una aspirina?
   —No, gracias.
     La calle estaba desierta, pero allá lejos se oía un imponente murmullo coral, con salvas, vivas, alaridos, ovaciones.
   —¿Cómo pudo evadirse, Santidad?
   —Tretas de viejo.
     Sonrió casi imperceptiblemente, como si se tratara de la sonrisa de otro.
   —Pero a usted le gusta que lo aplaudan, le gusta todo ese éxito. Se le nota.
   —Puede ser, pero no es por mí mismo. A quien aplauden y aman es al Vicario de Cristo, al Sucesor de Pedro, al Obispo de Roma...
   —Etcétera.
   —Soy simplemente un pastor.
   —¿Sabe? A mí todo esto me trae el recuerdo del culto a la personalidad. Todo un ritual. En su momento fue muy cultivado por Stalin y De Gaulle.
     El Papa apretó las mandíbulas y me miró con increíble dureza. Si no se hubiera tratado del Santo Padre, yo habría dicho que la mirada tenía su pizca de odio, pero seguramente se trataba de firmeza en los principios o algo por el estilo. O quizá no le cayó bien que lo comparara con De Gaulle.
   —Santidad, usted a veces me desconcierta.
   —¿Por qué?
   —Eso del aborto.
   —Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente.
   —Hay casos y casos.
   —Quien negara la defensa de la persona humana más inocente y más débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral.
     Noté que había empezado a usar su célebre tono declamatorio.
   —Tengo la impresión de que usted se preocupa más de los niños no nacidos que de los que ya nacieron.
   —Oh, no. Sobre los ya nacidos he dicho que deben recibir educación religiosa.
   —¿Sabe Su Santidad que en lo que va del año ya murieron en América latina más de un millón de criaturas?
   —Algo de eso leí en una nota al pie, de L’Osservatore Romano.
   —¿Y entonces?
   —Hago mías las palabras del apóstol: «No hagáis nada por espíritu de rivalidad o vanagloria.»
   —Se mueren de hambre, Santidad.
   —La familia es la única comunidad en la que el hombre es amado por sí mismo, por lo que es y no por lo que tiene.
   —Esos niños no son amados por lo que tienen, porque no tienen nada, ni menos aún por lo que son, ya que son menesterosos.
   —La familia...
   —También la familia se muere de hambre.
     El Papa volvió a pasarse los dedos por la frente.
   —Dame esa aspirina, hijo.
   —Sírvase, Santidad.
     La tragó en seco e hizo un gesto de hosco, no como el Vicario de Cristo que es, sino como el oscuro párroco de pueblo que pudo ser.
   —Como dijo el apóstol: «Me deleito en la ley de Dios, según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que repugna a la ley de mi mente.»
   —Santidad.
   —Dime.
   —¿Por qué es usted tan conservador? A veces parece preconciliar.
   —¿Preconciliar yo?
   —Sí, pero de Nicea.
   —¿Cuál Nicea? ¿Año 325 o año 787?
   —Digamos 787.
   —Menos mal.
     El Papa volvió a bostezar.
   —¿Le aburro?
   —No, hijo.
   —Entonces dígame. Usted que ha beatificado a Ángela Guerrero, andaluza de alpargatas, ¿cómo se sentirá luego en el Vaticano, rodeado de tanto boato, de tanta riqueza?
   —¿Boato y riqueza?
   —Sí. ¿Totus tuus?
   —Qué va. Todos los bienes son de Dios y Él los reparte a algunos como administradores suyos. Ya lo dije.
   —Sí, pero cuando lo dijo, agregó: ...para que los repartan con los pobres.
   —¿Eso dije?
   —Sí, Santidad.
   —Me habré referido a otros bienes. Probablemente a los del espíritu.
     El Papa levantó lentamente sus dos brazos, como cuando saluda a las multitudes.
   —Aquí no hay nadie, Santidad.
     Bajó los brazos y volvió a entrecerrar los ojos.
   —¿Puedo ser franco?
   —La franqueza no figura entre las virtudes teologales.
   —Comprendo.
   —Ni siquiera entre las cardinales.
   —Comprendo. Pero ¿puedo ser franco?
     Inclinó la cabeza en un signo neoescolástico de afirmación.
   —Disculpe, Santidad, pero el papa Juan XXIII me caía mejor. Juan XXIII es, después de Cristo, la figura de la cristiandad que me cae mejor.
     Movió lentamente los labios, como si rezara. Pero no rezaba. Tal vez decía algo en polaco.
   —Sólo pretendo ser un buen pastor.
   —Y también un buen actor, ¿no?
   —Lo fui en Cracovia, hace mucho.
   —Y todavía.
   —Es conveniente seguir purificando la memoria del pasado.
     Ahora soy yo quien precisa una aspirina, pero me siento incapaz de tragarla en seco, como él. Me duelen las sienes. Y la nuca. El Obispo de Roma mira sin alegría las viejas baldosas que está pisando.
   —Escucho a muchos, hablo con pocos, decido solo.
   —Y en eso que decide solo ¿es infalible?
   —Naturalmente. La infalibilidad papal existe desde hace 112 años, cuando el concilio Vaticano I la aprobó por 451 votos contra 88.
   —Qué bien.
   —¿La infalibilidad?
   —No. Qué bien esos 88. Le confieso que siempre he sido antiinfalibilista.
   —Ah. ¿Como Döllinger, Darboy, Ketteler?
   —Si usted lo dice.
   —¿Como Hefele y Dupanloup?
   —No sé quiénes son esos señores.
   —Yo sí sé.
     Examinó su albo ropaje y advirtió que se había manchado al arrimarse al muro de ladrillos. Trató de limpiar la tela con sus manos suaves, pero sólo consiguió que la mácula se extendiera. Miró hacia arriba (seguía nublado) y se encogió de hombros.
     A esa altura creí que iba a despertar y que probablemente sería frente a un televisor, donde, sin que yo pudiera refutarlo, el Papa me estaría diciendo: «Porque la Iglesia, respetando gustosamente los ámbitos que no le son propios...» Pero no. No desperté. Seguí soñando a pierna suelta. De modo que pude ver cómo el Papa se alejaba por la calle vacía, en dirección a la lejana multitud y sus vítores. Su paso cansino era el de un veterano actor que, después de un breve mutis, volviera a escena dispuesto a recitar el papel de Lear, o el de Titus Andronicus, o el de Coriolanus, o el de Karol Josef Wojtyla.

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