Marina Córdoba

Los párpados pesados

Dejamos transcurrir paradójicamente el tiempo inerte, con el silencio irguiéndose sobre nuestros cuerpos al borde del inenarrable precipicio de los trabajos y las noches.
Abríamos los ojos mientras el sol amenazaba con descansar breves minutos sobre el horizonte
Entonces, en el encierro independiente de uno mismo; no percibíamos nada más que la noche asomándose curiosa
Hurgando punzante dentro de la herida, desafiando sin tapujos a la lágrima,
Sangrando inadvertidamente entre las hendiduras del alféizar.
 
El cielo húmedo se desplomaba furiosamente sobre la cama como el interrogante irresoluble que jamás disimula su modesta llegada.
Disfrutaba—aquella—, la voz de la coherencia, de tal espectáculo en el dominio de lo impenetrable.
 
Acá, donde el silencio deja de ser anhelo y se transforma en rumiación tortuosa,
Cuando no parece haber más que vacío en la furtiva totalidad de lo visible:
 
¿Qué haremos ahora, con todo este silencio que nos fue amablemente otorgado, y nos pertenecerá eternamente?
 
¿Qué haremos del tiempo que ya no es nuestro, que ya no pertenece más que  a la infinitud de lo perdido?
 
¿Y yo? ¿Cómo abrazaré la embriaguez en soledad mientras una criatura sin nombre ve a través mío en la profundidad de las madrugadas?
 
¿Cómo lidiaré con el fantasma que causa, amenazante, cada una de mis taquicardias?
 
¿Cómo resistiré al latido frenético de mi corazón que se sabe endeble mientras inhala del cigarrillo enérgicamente?
 
Entonces dígame, coherencia, ¿Cómo resistir someterse al yugo de tan sutil violencia?
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