Marina Córdoba

Transición silenciosa hacia el espacio vacío

Otro palacio carcelario condenado por la bien conocida fuerza mayor que martiriza la locura e,
inútilmente, desfigura qué tan cuerda será, su tan civilizada cordura. Mis sueños, irreales, se diluyen
como lágrimas ardientes bajo la ducha, agua tibia corriendo envolvente sobre los cuerpos desnudos,
anónimos, como sutiles dagas penetrando la helada carne. Veo figuras que con el viento se transfiguran
e, inocentemente, me cuestiono la necesidad de psicoanalizarme: quizá, urgencia por una medicina,
algún antidepresivo o calmante, preferentemente invasivo, o de sabor repugnante.
Hace días, en la sesión tardía del pasado viernes, me referí a la agonía como una burbuja de angustia que
recubre la totalidad del tiempo. Con lentitud insidiosa, el hastío devora a su paso los verdeados
horizontes, los reflejos de la mirada aguamarina, los cielos blancoazulados, el deshielo que aliviana la
sangre de invernales pesares, o el halo opaco que destiñe el paisaje, como un mendigo en uno de los
tantos pasadizos hoscos, crueles y turísticos del subterráneo bonaerense.
Hoy, viajo silenciosamente en un tren cuyo destino se sabe a sí mismo atroz. Comienza el ritual
funerario-rutinario. Salir a la puerta y evadirse en un comentario cotidiano, sinsentido, y entonces: ¡ah!
pero qué linda que está aquella Vespa. Qué joya. Y mientras las cabezas silenciosas asienten de manera
automática parece mentira que, durante la misa, no se hayan inmutado por el bestial asalto de una
muerte tan precoz, pero sí ante una motocicleta importada recién pintada y tan, pero tan bien
conservada.
Más tarde, los hijos de la muerta celebrada (preferible pensarla célebre y no conmemorada) se
aproximarían limpiándose con el puño alguna que otra lágrima que aún se deslizaría de sus ojos por
inercia, mecanicidad característica pero tan escasamente humana. Un gesto solemne se diluiría entre los
rostros de los allí presentes. Otro ademán silencioso de labios que sopesan, mordiéndose incómodos, la
consecuencia de su manía oral nerviosa. Un familiar cercano con mirada tiernamente ojerosa se frota el
antebrazo cual niño desamparado y se lamenta en voz alta, luego de un estremecimiento absurdamente
ensayado:
–Ojalá esta sea la última vez que pise una iglesia. Qué negocio, loco, ¡qué negocio esta mierda!
Milicos, violadores, delincuentes, todos. – mientras habla frunce los labios conteniendo un
suspiro. ¿De quién había sido la fantástica idea de hacerle a Coca una misa? Finalmente respira.
Pobre la muerta, pobre cristiana.
El hombre que comentó inicialmente sobre la Vespa importada y lo bien que estaba pintada, enmudece.
Y en aquel momento, donde se abre vicioso el silencio, sus dedos tiemblan y sus manos sudan frío en los
bolsillos. Se desliza, danzando, una lágrima que pende de su mejilla izquierda. Pero ¿quién llora, luego
de la cruel hora de misa, del mudo anonimato, del pecado y el perdón? El hombre, ahora deshecho en su
temblor, sudor y nervios que, como luz de mañana, deja entrever a través de sus enmohecidas fisuras.
La capilla erguida sobre la plaza de Merlo yacería sobre un castillo de anhelo y de culpa. Aquí un
clamor suave se desviste y entreteje, en la charla ya animada, los recuerdos de la infancia, el descanso
eterno, la familia, el trabajo, la intendencia. Por último, la democracia. El café con leche tibia drena las
lágrimas. El cigarrillo se apaga y fumar, sólo se puede afuera. Se trata de abolir la muerte, inútilmente,
con una plegaria prolongada que se vuelve insoportable hasta para las tías más neuróticas, fanáticas,
católicas.
Virginia se repite a sí misma internamente:
–Padre, ¡no dejaré jamás de rezarle! Haré el duelo vistiendo negro, lloraré cada vez que me
advenga su recuerdo, sollozaré cuando me siente a seguir tejiendo la bufanda lila que hace un mes había
empezado y jamás terminado, porque, vió, el calorcito recién había arrancado... – rumiaba, en bucle,
frente al espejo hasta cuando se desvestía. Se susurraba a sí misma mientras transitaba los angostos
pasillos vagamente iluminados por la profundidad de la noche. Así, se tragaba cada vez sus nimias
lágrimas y cada vez más padres nuestros, a la Muerte, le rezaba.
Sin embargo, tanto entrar y salir del cuarto ignorando la irreversible ausencia, logró vencer aquel límite:
terminaría la bufanda para ella, porque cenaba sola y se helaba hasta los huesos de la pena. La
acorralaba un escalofrío al levantarse de madrugada, para dejarse penetrar por el impávido rocío y
recordarla: ya muerta y eternamente silenciosa.
–Dejá de llorar, boluda, los nenes se van a angustiar. – susurra el hijo mayor de la Muerte. Posa sus manos
sobre los hombros de su hermanita como paños fríos. Hermanita, Virginia, diminuta diminutiva de
treinta años sufriendo intensas regresiones como una niña.
Se sacude, en la mente de los allí presentes, lo más hermoso de la infancia: la inocencia. Por favor, ¡qué
hermoso sería que la muerte se vuelva idea, lejana e inconcebible! Prenderle una vela colorada a la
carencia parece ser la manera más racional de afrontar el duelo, el punto cúlmine de la inexistencia.
En la habitación reina ya una calma que pesa cada día más dada su perdurabilidad: o aún más, la
posibilidad de que la soledad se torne sutil y eterna atemoriza más al espíritu que la muerta. O la
enfermedad, o la demencia, o pensar en el alma y su posible entelequia.
Su rostro pálido y afiebrado. Treintainueve nueve grados. Con un hilo de voz, repetía, para sí misma,
frente al espejo, noctámbula, que al borde del abismo se piensa en cosas complicadas. Entre desventuras
e incertidumbres escribía y reescribía, en el papel magullado, una amarga carta que tendría a la Muerte
por final destinatario:
Permítame usted decirle sin intención de atrevimiento, Muerte,
Que reposo en el refugio donde hasta ayer usted yacía.
Es una jaula vidriada y estoy amarrada con negras cadenas
Que me mantienen, firmemente, de mi culpa prisionera.
Esta teatralización inerte, este espectáculo sin público, donde
El monólogo de la angustia se reprime frente a la presencia intermitente de una luz prófuga
Pero tan débilmente.
Donde solo las paredes serán testigos de mi abismal ebullición de sentimiento:
En esta jungla húmeda de cabellos caídos,
Trotamundos malheridos
Y sábanas manchadas con colillas de cigarrillo.
En la fantasía soñada de un infante, reconstruyo la vida con almohadones grises de humo estrangulado
En el fondo de una ficción en mi memoria.
Regresión-cordura,
Recuerdo-lucha:
Insisto nuevamente en mis súplicas de ausencia.
La inevitabilidad de la recaída orbita en el vacío,
El exceso de espacio me asfixia aún más que su ausencia
Y la inmovilidad de los rincones demasiado cálidos.
Buscarte incesante: en el rocío, en el humo, entre las hojas y frazadas.
El límite es escudarme pasivamente en tu recuerdo, Muerte,
En tu ventana, tu bufanda lila, mi dolor y el alba temprana.
Ya no hallo sentido en el duelo, Coca.
Pero Coquita querida, feliz me hallo ahora que puedo confesarle,
Ya muerta y con el mayor de los atrevimientos,
Que desde adolescente sus costumbres cristianas me parecieron sencillamente estúpidas.
Hoy, reposando en su lecho de sábanas, he decidido rendirme.
He soltado el saco lleno de piedras que hace treinta años insoportables he cargado conmigo.
Y finalmente, feliz me hallo al confesarle,
Ya muerta, y con el mayor de los atrevimientos.
Madre, he pecado
Y en tu ausencia me he atrevido, cual cobarde,
A envolver mi garganta con las sedas añejas
Embebidas en tu inocente sangre reseca.
En tu ausencia, como tantas veces, Madre, he pecado
Y en tu ausencia, cual cobarde, me he osado
A arrancarme con mis dedos la propia existencia:
Me he atrevido a matarme,
Como quien transita silenciosamente el duelo
En pavor mudo, e inmóvil tras las rejas.

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