Marina Córdoba

Juez de azar

Oí el tímido rechinar de la puerta del fondo e inevitablemente mis ojos se abrieron. Los ruidos provenientes
del afuera son aquellos que más me perturban cuando pretendo conciliar el sueño. En la madrugada mis reflejos
parecen afilarse, crisparse como la piel erizada ante el tacto insignificante: la paranoia logró acelerar mi ritmo cardíaco
hasta volverlo insoportable. La impulsividad de la que me he vuelto esclavo, me hizo querer atravesar las paredes. Me
vestí temblando y me deslicé tan cautelosa como nerviosamente hacia la ventana que da al patio trasero. Mi
respiración se sentía punzante en mi pecho, como si hubiera decidido desayunarme un puñado de clavos oxidados.
Tomé el cuchillo que descansa cada noche debajo de mi almohada e intenté ocultarlo detrás de mi espalda. En puntas
de pie, me dirigí hacia la puerta y manipulé el mango metálico como si de seda se tratara. El salón estaba vacío.
Repentinamente, se derrumbó el castillo de naipes que descansaba desde ayer sobre la mesa de café, por un viento que
con su furia parecía desgarrar el endeble cortinado. Arrastré mis pies descalzos por el suelo de la cocina y conteniendo
la respiración, me asomé por la dichosa puerta que con su antigüedad oxidada, cada noche y mañana, me hacía sufrir
desagradables migrañas.
El horror de la imagen logró ahogar mi propio grito en la garganta. Allí reposaba un cuerpo estático, frío al tacto y
pálido. En aquel instante me invadió el espanto: ¿Qué hacer? ¿A quién llamar? ¿Si huyo ahora mismo, me
inculparán? ¿Lo habrá visto Hilda? ¿A quién llamar? No había rastros de sangre, ni una ínfima mancha rojiza sobre
aquel cuerpo desnudo. ¿Llamar el 911? Sería indudablemente el primer culpable, y no pretendo condenarme a
observar fijamente al abismo de mi reflejo en las gruesas paredes blancas de aquel cercado Infierno.
Aturdido por el sobresalto, me percaté de los golpes incesantes en la puerta delantera. Estaba perdido. Perdido, solo y
culpable de aquella impredecible aparición. Solo puedo correr y de ello depende mi destino. El azar ha sido, al
parecer, mi peor castigo. Puedo oír a la distancia los brutos golpes que intentan derrumbar la puerta, y se perpetúan
incesantemente, a falta de una respuesta. La suerte me ha vuelto prófugo sin coartada alguna.
Intento saltar la enredadera y fallo en el intento. Este es mi fin. Y la puerta ha sido derribada.
—¡Dios santísimo y la Virgen! – exclamó Hilda, la vecina, sosteniéndose el corazón como si éste fuese a
saltársele del pecho.
—Señora, póngase atrás nuestro. – advirtió la anónima voz de uno de los uniformados.
—¡Policía! – pronunció estruendosamente otra voz ronca y oscura que me resultó incognoscible.
No pude evitar sobresaltarme. Mis lágrimas bordeaban el precipicio de la mirada. Todo esto es inútil. Saldré de mi
escondite, decidido: el azar ha sido mi juez y ha resuelto su veredicto. Las gotas de sudor atraviesan mi cuello y
mecánicamente, todo mi cuerpo que debilitado por la tensión, permanece enteramente tieso. Debo salir. El azar ha sido
mi juez. Este es mi castigo.
—¡Quedate quieto! – gritó el policía de la voz ronca, con los ojos fijos en mi mano derecha que portaba el
cuchillo con perfecto filo.
–Hilda... – susurré con un hilo de voz.
Ante aquel penoso espectáculo mis lágrimas se desplegaron, dejé caer al suelo mi cuchillo, alcé ambas manos en alto y
dos pistolas desafiantes aún me seguían apuntando. Este es mi castigo. Y no hallo sentido alguno en profesar mi
propia inocencia.
El policía de la voz ronca avanzó hacia mí. Bajé la cabeza, aceptando mi mortal sentencia. Primero, un culatazo
estruendoso en mi pómulo derecho. La sangre del culpable descendiendo de la herida es un regocijo para aquel que lo
castiga.
Y luego, mi súbito desvanecimiento. Todo se volvió negro. El azar ha sido mi juez y ha resuelto su veredicto. Y no
hallo sentido alguno en profesar mi propia inocencia. Ya no hay vuelta atrás: el encierro es ahora mi mortal castigo.

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