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Liz Ramos Contreras

.X

Llegué a la Ciudad Rota.
Un lugar donde nadie espera nada.
Dentro hay sociedades rotas,
donde están todos rotos
y se les escapan sus fluidos raros
por entre las ropas.
Formamos incluso distritos,
tan discretos,
qué ni siquiera sabemos que existen.
Las calles están llenas de gente rota,
agitada,
polvorienta,
ni las caras,
que antaño nos hacían
ciudadanos del mundo,
se distinguen ya.
En esta ciudad
todos los desbaratados
se ven igual.
No tenemos
nada propio
y tampoco el sentido
de lo colectivo.
Una masa homogénea
podríamos ser,
si alguien pudiera vernos
desde una distancia
prudente.
Una masa que habita
y se mueve
toda rota
por inercia.
Una masa que,
por sí misma,
no sabe que existe.
Transitamos
uno tras otro,
en una larga fila
con forma de ocho
que nos devuelve siempre
al comienzo
de lo que sea
que nos rompió.
Vamos pasando,
en una marcha solemne,
de lado a lado,
sin mirar
la quebrazón
de los espíritus
de los otros rotos,
donde cada tanto
explotan unos cuantos,
y que, curiosamente,
cuando explotan,
es cuando son
más bellos.
Pues flotan
partículas de lo que eran
en el aire espeso
y llueven
resplandores
de sus vidas.
Llevamos entonces
sobre nosotros,
más almas rotas,
y después seguimos
caminando,
todos rotos
todos rotos.
Nadie habla,
porque todo está seco:
seco el canto,
seca la risa.
Nuestras almas también lo están.
Porque en esta ciudad rota
nadie espera nada.
Aguantamos entonces
con nuestras vidas rotas
que la Ciudad Rota
nos ampare.
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