Karmelo Iribarren

Tocando fondo

El último salvavidas
al que suelo agarrarme
en estos casos,
el teléfono,
hoy tampoco me sirve.
Por mucho que ahora marque
los tres o cuatro números
de amigos disponibles,
es seguro
que no estarán en casa,
o que si están
me manden literalmente
a la mierda
sin mediar palabra
y cuelguen.
Supongo
que los tengo
—y con razón—
hasta los huevos
de mis ya preocupantes
borracheras,
y que el perdón
y los arrepentimientos
perdieron su efectividad
hace ya tiempo.
Supongo que es así.
Pero, con todo,
lo peor es que no recuerdo
nada.
No sé con quién estuve,
ni dónde,
ni a quién dije algo
lo suficientemente fuerte
como para acabar a golpes por el suelo
y que ahora me duela hasta pensar.
Lo que está claro,
en cualquier caso,
es que me dieron de hostias
—como suele decirse—
hasta en el carné de identidad.
Que, por cierto, he perdido.
Lo mismo que las llaves,
la chupa,
y un ejemplar de tapas duras de Hammett
con un breve poema
dedicado dentro
que pensaba regalarle a una mujer
para el día de su cumpleaños,
que es hoy.
En fin,
que estoy hecho unos zorros,
o un cromo,
o más tirao que un lapo,
o más jodido
que una perra puta.
Y lo más triste
y negro
y peligroso de esta historia
es que ya no me queda
ni siquiera
el coraje necesario
para ponerme delante
del espejo
y mentirme
—una vez más—
que, por mis muertos, esto se tiene que acabar.
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