Julio Zaldumbide Gangotena

Los árboles

Del África abrasada en las arenas,
de la Siberia en el perenne hielo,
en la sierra, en el llano,
del polo al ecuador; con larga mano,
cual las estrellas pobló su vasto cielo,
así los espació Dios Soberano
por toda la ancha faz del grande suelo.
 
 
Nacen doquier. En número sin cuento
la tierra los engendra y alimenta;
su tronco se levanta al vago viento,
y una corona de verdor sustenta
en sus flexibles ramas;
templan del sol las devorantes llamas,
y son gala del mundo y ornamento.
 
 
Purifican los aires con sus hojas,
hay en sus troncos bálsamos preciosos
que al cuerpo vuelven la salud perdida;
casa apacible, plácida guarida,
y tálamo fecundo de las aves
son sus ramos umbrosos;
pendientes de ellos nacen dulces frutos
que ofrecen generosos
a los hombres, las aves y los brutos.
 
 
En medio del desierto caluroso
que ardiendo reverbera
bajo un sol devorante,
halla el árabe errante
una umbría palmera
que sosiego y frescura le convida:
¡emblema dulce, hermoso,
del amor en el yermo de la vida!
 
 
Ciñe el mirto amoroso
la sien de Venus; la apacible oliva
orna la frente de la paz fecunda;
mientras el laurel glorioso
entreteje la bárbara corona
que ciñe la iracunda,
sangrienta sien de la feroz Belona.
 
 
Del voluptuoso Oriente en los serrallos
sirven para deleite de los moros:
allí suspiran y aman las sultanas
a la sombra de grandes sicomoros.
 
 
Del Inglés en los parques majestuosos,
en bellos grupos y armoniosas calles
muéstranse artificiosos
hasta do alcanza el arte de los hombres;
y en las selvas de América sin nombres,
a cuya sombra innumerables seres
crecen, se multiplican; muestran sólo
en su grandeza y profusión pasmosa
del Creador la mano poderosa.
 
 
Ellos son confidentes
de nuestros amorosos pensamientos:
los amantes confían sus tormentos
a sus cortezas rudas;
de ellas hacen papel, porque ellas cuenten
sus secretos amores,
sus íntimos dolores
a las agrestes soledades mudas;
y las aves también entre sus hojas
suspiran sus congojas,
cantan sus alegrías
y saludan con himnos armoniosos
el despuntar de los brillantes días.
 
 
A su apacible sombra juguetea
la festiva niñez, y se recrea
trepando por sus troncos elevados,
suspendiendo columpios en las ramas
para girar cortando el vago viento,
entre aplausos y risas de contento.
A su apacible sombra ama y suspira
la juventud ardiente,
y de sus hojas el murmullo vago
hace pasar por su inflamada frente
dulces sueños de amor con que delira.
 
 
A su apacible sombra, la marchita
ancianidad medita
sobre el pasado bien y el mal presente,
y el son del viento que en las hojas zumba
habla a su alma triste y vagamente
de la otra vida que tendrá, infinita.
 
 
¡Oh, cuántos los amamos!
¡Oh, cuánto en su hermosura nos gozamos!
Con su frescura y gala nos recrean
en nuestro hogar, y así la humilde choza
como el palacio espléndido hermosean.
¡Hasta en la tumba fría
nos hacen apacible compañía!
 
 
¡Y, cuánto os amo yo, árboles bellos!
¡Y cuántas, ya de amor, ya de tristeza,
o ya de soledad, fugaces horas
pasé a la sombra de las hojas vuestras!
¡Mil secretos de mi alma solitaria,
mil recuerdos de amor viven en ellas;
y siempre que las auras las agitan,
en su murmullo animador despiertan,
y una lágrima cae de mis ojos,
y hondo suspiro de mi pecho vuela!
Os amé en otro tiempo de ventura
y ahora os amo más en la tristeza.
Os amé alegre y os adoro triste,
y os he de amar hasta que muerto sea,
y más allá... ¡Ciprés de opaca sombra!
¡Triste ciprés! Vendrás cuando yo muera
a acompañar mi solitaria tumba;
¡y allí mi sueño sempiterno, vela!

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