Julio Flórez Rea

Marta

I

 
En el islote de la azul laguna
(hoy extinta) del parque abandonado
de una antigua ciudad, solo y callado,
hallé un mancebo (un loco acaso) en una
 
noche glacial en que la blanca luna
subía por un cielo encresponado,
tras un airón de niebla, inmaculado,
como el velo sutil de regia cuna.
 
Con la frente en la mano, y con el codo
apoyado en un árbol, contemplaba
el parque lleno de hojarasca y lodo.
 
De pronto irguióse, y, sin temor ni traba,
les habló á las estrellas de este modo,
alzando al cielo su cabeza brava:
 

II

 
«¡Estrellas que radiáis en las tranquilas
soledades caóticas y eternas
del vasto azul! -¡Fantásticas lucernas
del gran negro!- ¡quiméricas pupilas
 
de la noche sin fin! -¡Rubias sibilas
del destino del orbe! ¡Albas linternas
que alumbráis de la sombra las cavernas,
en grupos áureos y en errantes filas!­
 
¡Vosotras, que escuchasteis mi postrera
despedida... mi adiós á la hechicera niña
que os usurpó vuestros fulgores!
 
¡Decidme, en dónde está la candorosa
flor de mis sueños! ¡La celeste rosa
que perfumó el altar de mis amores!
 

III

 
Cuanto mi vista en derredor abarca,
mudo y deshecho está; y, en mi supremo
dolor, oír, entre las sombras, temo
su reproche... ¡y la risa de la Parca!
 
Muerte y Olvido, su indeleble marca
dejaron al pasar: en un extremo
del islote, se pudre el largo remo;
y, cerca de él, ¡disgrégase la barca!
 
¡La linda barca en que los dos, a solas,
cruzábamos alegres, y sin miedo,
el agua mansa sin espumas ni olas!
 
y en que, al oído, le cantaba, quedo,
aquellas gemebundas barcaroles
que quisiera olvidar... ¡y que no puedo!
 

IV

 
¡El agua existe del estanque apenas!
sécase el manantial! ¡El rudo banco
de hierro, yace allí, sobre el barranco
del islote, volcado en las arenas!
 
¡Oh, cuán lejos estáis, tardes serenas!
¡Auroras que la luz vistió de blanco!
¡Con qué dolor del ánima os arranco,
dulces memorias de nostalgias llenas!
 
¡Como no tengo lágrimas y ansío
llorarla siempre más (porque la rota
fuente del llanto se extinguió), Dios mío!
 
Al sentir que mi llanto ya no brota,
me abrazo al banco aquel... y río, y río,
como un loco de atar... ¡como un idiota!
 

V

 
A mañana y a tarde la veía
en ese banco; y pura y temblorosa,
el fragante capullo de una rosa
blanca, recién tronchado, parecía.
 
Al sentarme a su lado, sonreía
con su sonrisa casta y misteriosa,
mientras que su mirada, luminosa,
los ámbitos azules recorría.
 
¡Ojos no he visto como aquellos ojos!
Ni he visto nunca labios como aquellos,
tan dulces, tan vibrantes y tan rojos!
 
¡Ni perfiles más pulcros ni más bellos!
¡Ni manojos de luz... cual los manojos
rubios de sus undívagos cabellos!
 

VI

 
Los redondos capullos de su seno,
—brotes de grana y de nevado armiño—
violentaban el raso del corpiño
que sujetaba su contorno heleno.
 
¡Con su triste mirar de Nazareno
y su sonrisa cándida de niño,
tras de sí se llevaba mi cariño:
todo este corazón... que ella hizo bueno!
 
Cuando hablaba, su voz era murmullo
de onda lustral, embriagador arrullo
jamás oído en el mundano suelo;
 
¡Yo, sus frases, a veces, no atendía,
sólo por escuchar la melodía
de su voz –canto que bajó del cielo!­
 

VII

 
¡Ah, sus manos!... ¡Sus manos transparentes,
hechas como de tibia porcelana,
lotos vivos que, a tarde y a mañana,
rociaba con mis lágrimas ardientes!
 
¡Manos alabastrinas, indolentes
a fuerza de ser gráciles; de arcana
modelación que al Hacedor ufana,
porque otras no hizo iguales!...
 
¡Manos de virgen pudorosa, manos
cuyos dóciles dedos como seda,
filtraban luz de pensamientos sanos!
 
¡Ya mi mano a sus manos no se enreda!
¡Lirios que consumieron los gusanos
y deshojó la Muerte... Nada queda!
 

VIII

 
Sus pies... Una mañana en que la aurora
en el cielo –sus oros derretía,
la encontré en el estanque; sumergía
sus pies bajo del agua tembladora.
 
Al sentirme llegar, más seductora
que nunca, irguiése la adorada mía;
y, llena de rubor, –yo no sabía...
me dijo– ¡vete!... ¡de llegar no es hora!­
 
Entonces pude ver sus pies desnudos,
como ningunos otros adorables,
por lo blancos y tersos y menudos.
 
Caí de hinojos y exclamé: -¡no me hables!­
y con mis labios, trémulos y mudos,
¡cubrí sus pies de besos inefables!
 

IX

 
Una tarde, una tarde sorprendíla
meditabunda, absorta y sonrojada;
fija en un árbol, de estos, la mirada;
al verla., preguntéme: -¿en qué cavila?­
 
Húmeda por el llanto su pupila
inmóvil, reluciente y dilatada;
parecía una estrella aprisionada
en un rincón de cielo –color lila.­
 
Poco a poco, acerquéme, sin rüido,
ansiando descifrar de sus anhelos
la misteriosa clave... y, –confundido
 
quedé, al alzar los ojos a los cielos;
porque... ¿sabéis lo que miraba?,- ¡un nido,
en el cual se besaban dos polluelos!
 

X

 
Era toda inocencia; ¡qué de asombro
me causaban sus raras candideces!
No esquivaba mis labios... ¡Cuántas veces
me adormecí sobre su frágil hombro!
 
Entonces como flor bajo un escombro,
entregábase a ignotas languideces,
y a Dios alzaba sus sentidas preces,
como las alzo yo... ¡cuando la nombro!
 
Una vez, bajo una alba esplendorosa
en que los horizontes dilatados
se impregnaban de azul, de oro y de rosa,
 
con ojos muy abiertos y admirados,
de repente exclamó: –dime una cosa...
¿por qué se ocultan los recién casados...?
 

XI

 
Ante aquella pregunta tan extraña,
me sonrojé... porque encontrar, al punto,
no pude una respuesta; y, cejijunto,
pensé: esta niña singular... ¿me engaña?
 
Sonreí solamente, y, con gran maña,
hablé de algo distinto... de otro asunto;
mas ella -¡dime ya lo que pregunto!­
murmuró medio triste y medio huraña.
 
Entonces se aumentó mi desconcierto;
y sus mejillas cándidas e ilesas,
y su labio, jugoso y entreabierto,
 
besé... y ella, agregó: -¿no me confiesas
la verdad? ¿no será... (¡dime si acierto!)
para besarse... así... como me besas?­
 

XII

 
Catorce años tenía, Una vez vino
muy pálida y muy seria, y -¡yo me muero!­
sollozando, me dijo: -¡Sólo quiero
que no me dejes sola en el camino!
 
Sé que te vas... ¡lo manda tu destino!
¡Pero... no! ¡Tú serás mi prisionero!
¡Oh, no te vayas!... ¡Corazón de acero
no tienes tú... ni corazón mezquino!
 
Estoy enferma... sufro ... algo me ahoga
aquí... (me dijo, señalando el cuello)
siento como el abrazo de una soga!...
 
Y yo quiero vivir... ¡todo es tan bello!...
¡Todo!... y ya ves: ¡hacia la muerte boga
mi pobre barca! -¡Y se mesó el cabello!
 

XIII

 
¡El gran manto de oro, el dúctil manto
onduloso y fragante de su pelo,
rodó, a manera de dorado velo,
sobre la pedrería de su llanto!
 
—¿Por qué hablas de morir?... ¡no es para tanto!
que, si voy a ausentarme de este suelo,
yo volveré... ¡lo juro por el cielo!
—le dije, presa de mortal quebranto.—
 
De su boca en el cáliz encendido,
mi boca, siempre de la suya esclava,
posóse, entonces, como en rojo nido.
 
En tanto que una lágrima rodaba
por el encaje azul de su vestido,
¡como una gota de candente lava!
 

XIV

 
Era imposible detenerme; grave
misión iba a apartarme, de improviso,
de aquella flor del cielo; era preciso
partir al punto, y regresar.... ¡quién sabe!
 
En el lejano puerto ya la nave
me esperaba. ¡Tremendo compromiso!
¡Por cumplir un deber, el paraíso
dejar, y huir como del nido el ave!
 
Lento caía el gran crespón nocturno.
Marta gemía; de su llanto el fuego
¡me quemaba la boca!.... El taciturno
 
cielo, callaba; entonces, poco a poco,
fuíme apartando de sus brazos.... Luego,
¡huí, despavorido, como un loco!
 

XV

 
¡Aún escucho el lastimero grito
que se arrancó de su garganta! El hondo
¡ay! de dolor, que resonó en el fondo
de mi ser.... ¡y perdióse en lo infinito!
 
¿Por qué no regresé? ¿Por qué, ¡maldito
de mí!... triunfante, como ayer, no escondo
mi ardiente; faz entro su pelo blondo?
¡Yo la maté!... ¡Qué infame mi delito!
 
La noche se espesaba. Mi cabeza
ardía como un horno; ¡mis pupilas
goteaban!... Un soplo de tristeza
 
¡me congelaba el corazón! Desierto
estaba todo: negras y tranquilas
las calles... ¡Subí al tren que iba hacia el puerto!
 

XVI

 
Hundí la yerta faz en mi pañuelo,
y, embozado en su trágica negrura,
me acompañó a llorar mi desventura,
¡con sus frígidas lágrimas, el cielo!
 
De tal modo, invadióme el desconsuelo,
que me sentí morir... y, en mi amargura,
pensé que era una errante sepultura
el tren, que hacía retemblar el suelo.
 
Cerré entonces los ojos para verla
mejor aún en mi interior. El día,
¡llegó anegado en su fulgor de perla!
 
y, el radiar de mi llanto en los raudales,
pude ver que, conmigo, el alba fría,
¡lloraba del vagón en los cristales!
 

XVII

 
Después... ni el mar, ni el horizonte nuevo,
ni la atmósfera azul, ni la espumante
onda con su rumor, ni el ave errante,
ni las puestas purpúreas del rey Febo,
 
la dulce imagen que en el alma llevo,
lograron alejar un solo instante.
¡Cuán tardo el tiempo! En mi impaciencia amante,
¡una hora, era un siglo! ¡Un día, un evo!
 
Cuando alguna piadosa golondrina,
cruzaba, alegre, la extensión marina,
quizás en busca de su antiguo alero,
 
yo la decía: -¡escucha, ave sagrada!...
si, al volver a tu hogar, ves a mi amada,
¡dile que sufro... y que por ella muero!
 

XVIII

 
Llegué... Una noche recibí una carta
que decía: “Ven pronto, ¡te lo mando!
¡No me dejes sufrir!... Me está matando
tu ausencia... ¡ven a consolarme! –Marta”.
 
Otra decía: «¡Ingrato! no se aparta
tu imagen de mi ser; de cuando en cuando,
voy al islote y... ¡vuelvo sollozando!...
¡Sola!... ¡No hay nadie que mi mal comparta!
 
¡Todo está triste, todo!... ¡si supieras!
¡El estanque se agota! De los nidos
huyeron ya las aves vocingleras!
 
Dime, ¿hasta ti no llegan los latidos
de mi doliente corazón?... ¿qué esperas?
¡Ven!.... Soy una mujer... ¡toda gemidos!»
 

XIX

 
Y he vuelto, ¡sí! La ola de la suerte
me empujó, sin cesar, de una a otra parte;
he vuelto... pero ¿a qué? -¡Sólo á llorarte,
rosa de amor que deshojó la muerte!­
 
El pesar te mató: cobarde y fuerte,
hirió tu corazón –débil baluarte
que al fin rindióse– Vine por salvarte,
¡y sólo encuentro tu despojo inerte!
 
¡Y no pude llorar! y yo que ansío
llorar hasta morir... (como la rota
fuente del llanto se extinguió) ¡Dios mío!
 
Al sentir que mi llanto ya no brota,
me abrazo al banco aquél... ¡y río, y río,
como un loco de atar... como un idiota!
 

XX

 
¡Estrellas que me oís desde la obscura
profundidad del infinito cielo!
Respondédme: era un ángel... ¿y alzó el vuelo?
o era una estrella... ¿y regresó a la altura?
 
¿En dónde está la mística criatura
que un instante detúvose en el suelo,
por derramar amor, paz y consuelo,
en esta alma repleta de amargura?
 
¿En dónde está?... Si me la habéis robado
para hacerla lucir en vuestro coro,
¡devolvédmela ya! ¡Ved mi agonía!
 
O, al menos, destrenzad vuestro peinado,
que yo sabré, por el caudal de oro,
cual de vosotras es... ¡la estrella mía!
 

XXI

 
La estrella que alumbró, como en un sueño,
el dormido remanso de mis horas;
¡Oh, mis tardes de amor! ¡Oh, mis auroras!
¡Oh, mi radiante porvenir risueño!
 
¿En dónde estáis?... ¡Si mi amoroso empeño
no basta a reviviros! ¡Si traidoras
garras te hieren, corazón... y lloras!
¡Si ya no soy de sus encantos dueño...!
 
¡Venga la Muerte y corte su guadaña,
a un tiempo, mi existencia maldecida
y este inmenso dolor que me acompaña!
 
¡Con su beso glacial... cierre mi herida
honda y sangrienta, la que nunca engaña!
Ven, ¡oh Muerte... y arráncame la vida!
 

XXII

 
Calló el mancebo; y, con la faz helada
por la brisa nocturna, tristemente,
llegóse al banco, mudo confidente
que gozó el dulce peso de la amada.
 
Absorto le seguí con la mirada
a través de las hojas; de repente,
postróse de rodillas, y, doliente,
de su boca brotó una carcajada.
 
Yo, respetar queriendo sus querellas,
por las calles del parque medio oscuras,
torné, siguiendo mis recientes huellas.
 
¡Alcé los ojos! y, ¡radiantes, puras,
me pareció que toda las estrellas
¡lloraban de dolor en las alturas!
Piaciuto o affrontato da...
Altre opere di Julio Flórez Rea...



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