Cuando la aurora tiñe de rosa
el cielo, y de oro las blancas nubes,
cuando en la copa del caimitillo,
canta el pitirre la nueva lumbre,
cuando alza el velo de vagas nieblas
la parda noche que lejos huye,
es dulce cosa salir al campo
donde rociada la yerba luce,
y al terralillo de la mañana
tan deliciosa como salubre,
sentir oreado la sien ardiente
si largas velas de noche sufre.
Las cañas—bravas me ofrecen luego
su embovedada verde techumbre
que en arco ojivo me está brindando
brisas suaves y sombras dulces.
Tú, que tuviste la buena idea
de que estas cañas que al viento crujen,
en los ardores del seco agosto
del sol amparen al transeúnte
aunque no lleves, colono amable,
en letras y armas un nombre ilustre,
aunque no entiendas lo que es la fama,
ni el gusto sepas ni lo procures
de que en los corros del vulgo ciego
tu casto nombre jamás retumbe,
digna es tu casa que la señalen,
digna tu frente que la saluden,
dignos tus hechos que los publiquen
y tus palabras que las escuchen.
Mas no, mal digo, —de nada sirve
que te conozca la muchedumbre,
ni que el poeta con rima de oro
vista y proclame tantas virtudes,
más en tu elogio dice el silencio
de estos umbrosos y altos bambúes;
y a ti te basta, cuando paseas
por esta calle sin inquietudes,
ese sonido tan misterioso,
ese quejido tan hondo y dulce
que entre las hojas secas y largas
forma la tenue brisa de octubre:
canto apacible que te regala
naturaleza, porque eres útil:
eco amoroso del Dios que adoras
que te adormezca cuando susurre.
Pero bajemos al verde valle
que al pie del monte se extiende inmune.
¡Qué inspiraciones tan apacibles
en mí su vista feliz produce!
¡Auras cargadas de fresco aroma
que vuestras alas tendéis volubles
por las llanadas llenas de flores
y por los lagos tersos y azules,
las que a la aurora partís ligeras
en tropa alegre que trisca y bulle,
y por las tardes tenues y flojas,
lentas y tristes dejáis las cumbres,
y desmayadas venís al suelo
dando suspiros entre dos luces,
venid, y henchidas de mil recuerdos,
y de ilusiones y de perfumes,
a mis niñeces volvedme gratas,
que ya volaron como las nubes!
Forzoso ha sido que el libro cierre,
que adormeciendo mis pesadumbres,
tan distraído me va llevando
por este trillo que aquí concluye.
Tuércese el trillo, y en dos se parte:
uno la falda del monte sube,
y entre maniguas que le rodean
serpenteando llega a la cúspide:
otro hacia el valle, que va bajando,
entre verdosas piedras conduce.
¡Oh! yo me acuerdo que cuando niño
(¡felices horas!) me era costumbre
la tardecita bella del sábado,
sin acordarme del triste lunes,
con mis amigos los escolares
ir a esos montes que nos circuyen:
esas canteras por donde arrastra
Yumurí manso sus ondas dulces,
ondas sangrientas, tradicionales,
que aún no han cantado nuestros laúdes.
Ibamos todos lanzando gritos
que las cavernas nos repercuten:
íbamos todos, dadas las manos,
corriendo alegres a igual empuje:
y al acercarnos, en cada hoyuelo,
que en lodo negro trabaja y pule,
el pueblo huraño de los cangrejos
atropellado corre y se sume.
Y persiguiendo la mariposa
o el grillo verde que a saltos huye,
y el platanillo buscando ansiosos
que el dulce fruto sagaz encubre,
y cosechando las blancas niguas
que como perlas al aire lucen,
en excursiones, juegos y cantos
se iba la tarde, mientras difunde
sobre los muertos rayos solares
su pardo velo la noche fúnebre.