Esta muchacha y su hermosura antigua
y su ademán de enamorada calle
que va con las ventanas de sus ojos
hacia los arcos del amor triunfante,
¿de qué lugar del suelo se ha escapado?,
¿de qué reino en que estuve hace un instante?
Hace mil años ya, pero conozco
de su piel encendida las señales.
Pasa con sus navíos por el agua;
abre sus velas; sabe de cien mares:
quieren dejarse hundir por su madera
y hacer brillar cien veces sus metales.
En la penumbra, un arenal sombrío
intenta recordar los cuerpos ágiles.
Aquí estaban un día, pero el viento
borró la oscura huella de la sangre.
La letra se refugia en la costumbre...
¡Adelante los nombres; adelante!
¿Quiénes sois? ¿Dónde estáis, sílabas muertas?
Es memoria falaz la de la carne.
Esos cabellos sueltos, esos brazos,
esos pies que se hunden, leves, graves,
esa pierna que avanza irrepetible,
ese velado pecho inalcanzable,
¿qué tejados tendrán?, ¿qué fina lluvia
harán caer en un pinar sin nadie
donde algún corazón sienta sus pasos
y estremezca los nidos al mojarse?
Señor, Tú eres el agua que ha anegado
los caminos de oro en esta tarde.
Conocían mi huella entre los pinos
que confunde la noche al acercarse.
Tenía la belleza por fortuna;
tenía un cielo azul por hospedaje,
una plaza cuadrada con palomas
y un palomar donde habitaba el aire.
Arriba estabas Tú con la mañana
llena de sol. Tu mano, dulce y grande,
se apoyaba en los hombros de la tierra,
bajaba a mis balcones a tocarme.
Hoy se han oscurecido de repente
los troncos dibujados de los árboles
donde a tientas persigo inútilmente
el testimonio de las iniciales.