Vuelvo a mi casa, más alta
que la tuya, Luisa Esteban,
pero sin una ventana
que dé al atrio de la iglesia.
—¡Adiós, adiós—
Y no oyes,
Luisa Esteban.
No levantarás el cántaro,
por mí, de su cantarera,
con el agua de aljibe,
sonora, delgada y fresca.
En tu cama de altos hierros
no dormiré más la siesta.
Ni en tus sábanas de hilo,
Luisa Esteban.
Porque a mí llevan –mira,
tú que no oyes, mi pena–
amores de otras ciudades
hasta otra calle cualquiera
que no es ésta con un toro
descansando ante tu puerta.