La noche disimulaba el litoral bajo, inundado. Unas aves lo recorrían a pie y lo animaban con sus gritos. Igualaban la sucedumbre de las arpías.
Yo me había perdido entre las cabañas diseminadas de modo irregular. Me seguía una escolta de perros siniestros, inhábiles para el ladrido. Una conseja los señalaba por descendientes de una raza de hienas.
Yo no quería llamar a la puerta de uno de los vecinos. Se habían enfermado de ingerir los frutos corrompidos del mar y de la tierra y mostraban una corteza indolora en vez de epidermis. La alteraban con dibujos penetrantes, de inspiración augural. El vestido semejaba una funda y lo sujetaban por medio de vendas y de cintas, reproduciendo, sin darse cuenta, el aderezo de las momias.
Las líneas de una serranía se pronunciaban en la espesura del aire. Daban cabida, antes, a la aparición de una luna perspicaz. Un espasmo, el de la cabeza de un degollado, animaba los elementos de su fisonomía.
El satélite se había alejado de alumbrar el asiento de los pescadores, trasunto de un hospital. Yo me dirigí donde asomaba en otro tiempo y lo esperé sin resultado. Me detuve delante de un precipicio.
Los enfermos se juzgaron más infelices en el seno de la oscuridad y se abandonaron hasta morir.
#EscritoresVenezolanos (1929) El cielo de esmalte