El vendaval riguroso, nacido en el secreto de un páramo, sacude los árboles encarados al crepúsculo violáceo. Los sones del viento, flébiles y largos, recorren la ciudad de las ruinas monumentales, donde el contado transeúnte desaparece con pasos de muda sombra. El sol esclarece las cúpulas de las mansiones de ecos profundos.
En los jardines impenetrables, murados de excelsas paredes, que despiertan la emoción opresiva de un secuestro en hundido calabozo, prosperan los árboles verdinegros y piramidales, rezagos de una flora pretérita. A cada paso algún recinto espacioso brinda su lóbrega soledad, bajo la guardia de quimeras ornamentales, reliquias de un arte excepcional, símbolos de una fe desertada.
La rotura de los monumentos revela profanaciones sucesivas a fuerza de armas, obra de invasores arribados en tumultuosa caballería, y la despoblación recuenta la visita de las epidemias errabundas, criadas en lejanas riberas inundadas, en el seno de los pantanos cálidos.
Aves engrifadas, de hábitos sanguinarios, cortejo de ejércitos, celebran el estrago, y describen en la atmósfera letal, antes de caer sobre la presa, vuelos arremolinados en forma de embudo. Columbran, tangente al horizonte, la última cinta de la luz execrada, y su conjunto movedizo, encima de los pórticos maltratados, desordena la noche estancada.
#EscritoresVenezolanos (1925) La del timón torre