José María Heredia

A Emilia

Desde el suelo fatal de su destierro
Tu triste amigo, Emilia deliciosa,
Te dirige su voz; su voz que un día
En los campos de Cuba florecientes
Virtud, amor y plácida esperanza
Cantó felice, de tu bello labio
Mereciendo sonrisa aprobadora,
Que satisfizo su ambición. Ahora
Sólo gemir podrá la triste ausencia
De todo lo que amó, y enfurecido
Tronar contra los viles y tiranos
Que ajan de nuestra patria desolada
El seno virginal. Su torvo ceño
Mostrome el despotismo vengativo,
Y en torno de mi frente, acumulada
Rugió la tempestad. Bajo tu techo
La venganza burlé de los tiranos.
Entonces tu amistad celeste, pura,
Mitigaba el horror de los insomnios
De tu amigo proscripto y sus dolores.
Me era dulce admirar tus formas bellas
Y atender a tu acento regalado,
Cual lo es al miserable encarcelado
El aspecto del cielo y las estrellas.
Horas indefinibles, inmortales,
De angustia tuya y de peligro mío,
¡Cómo volaron!—Extranjera nave
Arrebatome por el mar sañudo,
Cuyas oscuras turbulentas olas
Me apartan ya de playas españolas.
 
Heme libre por fin: heme distante
De tiranos y siervos. Mas, Emilia,
¡qué mudanza cruel! Enfurecido
Brama el viento invernal: sobre sus alas
Vuela y devora el suelo desecado
El yelo punzador. Espesa niebla
Vela el brillo del sol, y cierra el cielo,
Que en dudoso horizonte se confunde
Con el oscuro mar. Desnudos gimen
Por doquiera los árboles la saña
Del viento azotador. Ningún ser vivo
Se ve en los campos. Soledad inmensa
Reina, y desolación, y el mundo yerto
Sufre de invierno cruel la tiranía.
 
¿Y es ésta la mansión que trocar debo
Por los campos de luz, el cielo puro,
La verdura inmortal y eternas flores
Y las brisas balsámicas del clima
En que el primero sol brilló a mis ojos
Entre dulzura y paz...?—Estremecido
Me detengo, y agólpanse a mis ojos
Lágrimas de furor... ¿Qué importa? Emilia,
mi cuerpo sufre, pero mi alma fiera
Con noble orgullo y menosprecio aplaude
Su libertad. Mis ojos doloridos
No verán ya mecerse de la palma
La copa gallardísima, dorada
Por los rayos del sol en occidente;
Ni a la sombra de plátano sonante
El ardor burlaré de mediodía,
Inundando mi faz en la frescura
Que espira el blando céfiro. Mi oído,
En lugar de tu acento regalado,
O del eco apacible y cariñoso
De mi madre, mi hermana y mis amigas,
Tan sólo escucha de extranjero idioma
Los bárbaros sonidos: pero al menos
No lo fatiga del tirano infame
El clamor insolente, ni el gemido
Del esclavo infeliz, ni del azote
El crujir execrable, que emponzoñan
La atmósfera de Cuba. ¡Patria mía,
Idolatrada patria! tu hermosura
Goce el mortal en cuyas torpes venas
Gire con lentitud la yerta sangre,
Sin alterarse al grito lastimoso
De la opresión. En medio de tus campos
De luz vestidos y genial belleza,
Sentí mi pecho férvido agitado
Por el dolor, como el Océano brama
Cuando le azota el Norte. Por las noches,
Cuando la luz de la callada luna
Y del limón el delicioso aroma
Llevado en alas de la tibia brisa
A voluptuosa calma convidaban,
Mil pensamientos de furor y saña
Entre mi pecho hirviendo, me nublaban
El congojado espíritu, y el sueño
En mi abrasada frente no tendía
Sus alas vaporosas. De mi patria
Bajo el hermoso desnublado cielo,
No pude resolverme a ser esclavo,
Ni consentir que todo en la Natura
Fuese noble y feliz, menos el hombre.
Miraba ansioso al cielo y a los campos
Que en derredor callados se tendían,
Y en mi lánguida frente se veían
La palidez mortal y la esperanza.
 
Al brillar mi razón, su amor primero
Fue la sublime dignidad del hombre,
Y al murmurar de Patria  el dulce nombre,
Me llenaba de horror el extranjero.
¡Pluguiese al Cielo, desdichada Cuba,
Que tu suelo tan sólo produjese
Hierro y soldados!—¡La codicia ibera
No tentáramos, no! Patria adorada,
De tus bosques el aura embalsamada
Es al valor, a la virtud funesta.
¿Cómo viendo tu sol radioso, inmenso,
No se inflama en los pechos de tus hijos
Generoso valor contra los viles
Que te oprimen audaces y devoran?
 
¡Emilia! ¡dulce Emilia! la esperanza
De inocencia, de paz y de ventura
Acabó para mí. ¿Qué gozo resta
Al que desde la nave fugitiva
En el triste horizonte de la tarde
Hundirse vio los montes de su patria
Por la postrera vez?—A la mañana
Alzose el sol, y me mostró desiertos
El firmamento y mar... ¡Oh! ¡cuán odiosa
Me pareció la mísera existencia!
Bramaba en torno la tormenta fiera
Y yo sentado en la agitada popa
Del náufrago bajel, triste y sombrío,
Los torvos ojos en el mar fijando,
Meditaba de Cuba en el destino,
Y en sus tiranos viles, y gemía,
Y de rubor y cólera temblaba,
Mientras el viento en derredor rugía,
Y mis sueltos cabellos agitaba.
 
¡Ah! también otros mártires... ¡Emilia!
Doquier me sigue en ademán severo
Del noble Hernández la querida imagen.
¡Eterna paz a tu injuriada sombra,
Mi amigo malogrado! Largo tiempo
El gran flujo y reflujo de los años
Por Cuba pasará, sin que produzca
Otra alma cual la tuya, noble y fiera.
¡Víctima de cobardes y tiranos,
Descansa en paz! Si nuestra patria ciega,
Su largo sueño sacudiendo, llega
A despertar a libertad y gloria,
Honrará, como debe, tu memoria.
 
¡Presto será que refulgente aurora
De libertad sobre su puro cielo
Mire Cuba lucir! Tu amigo, Emilia,
De hierro fiero y de venganza armado,
A verte volverá, y en voz sublime
Entonará de triunfo el himno bello.
Mas si en las lides enemiga fuerza
Me postra ensangrentado, por lo menos
No obtendrá mi cadáver tierra extraña,
Y regado en mi féretro glorioso
Por el llanto de vírgenes y fuertes
Me adormiré. La universal ternura
Excitaré dichoso, y enlazada
Mi lira de dolores con mi espada,
Coronarán mi noble sepultura.

(1824)

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