Portrait of Félix Lope de Vega, by Luis Tristán
Nicolás Guillén

Versos en prosa

Como el conocido señor Jourdain, que a los cuarenta años aprende de su profesor de filosofía que ha estado hablando en prosa sin saberlo, bien pudiera decirse que no pocos prosistas, y de los muy principales, hablan con frecuencia en verso cuando escriben, sin que se den cuenta de ello. Monsieur Jourdain era un tonto, un vanidoso, que ansiaba mezclarse a la nobleza de la corte. Molière se burla de él –o de lo que Molière ha logrado encarnar en ese personaje– mediante una sátira ya inmortal contra los aprovechados y arribistas, imbéciles por añadidura, que todo lo sacrifican en el altar de una frívola ambición.

Sólo que en cuanto a los prosistas “con-versos”, el asunto es de menos importancia, pues falta en ellos la conciencia de versificar en prosa tanto como privaba en el protagonista de El burgués gentilhombre el afán de ser llamado noble caballero, alteza o monseñor. Tampoco es el verso su medio expresivo natural, del que, sin embargo, tuvieran conciencia súbita luego de la advertencia de un instructor. En esos prosistas los versos hay que rastrearlos, perseguirlos, sacarlos de entre la sólida malla tejida por las palabras; aislarlos, en fin. Cierto día caemos en la cuenta de que existe un deporte tan entretenido, y ya no se nos pasará el gusto de él. En lo que me toca, sé decir que tengo crucificados libros y libros, y que en algunos casos he llegado a encontrar en prosa no ya versos sueltos, sino estrofas cortas compuestas de versos seguidos, consecutivos, como verá el que leyere hasta el final.

Tomemos a Cervantes: Desde las primeras palabras del Quijote, podemos separar dos versos octosílabos:

En un lugar de la Mancha
de cuyo nombre no quiero
acordarme...

Más adelante los octosílabos son bien netos, bien puros:

Sancho Panza, su escudero,
en quien, a mi parecer...

Están disimulados entre las líneas finales del prólogo del texto inmortal. Si el lector nos acompaña, no tardaremos en dar con el capítulo IV, de la primera parte del Quijote, donde su autor escribe (en prosa, por supuesto):

En esto llegó a un camino
que en cuatro se dividía...

En el capítulo VI, dos octosílabos tan perfecto como los anteriores:

Causó risa al licenciado
la simplicidad del alma...

Los que vienen enseguida no son ya octosílabos, sino versos de 9 y 12:

En esto volvió Maese Pedro,
y en una carreta venía el retablo...
Ahora pasemos de Don Miguel a Don Lope, y entremos en La Arcadia:
Callaba todavía Belisarda,
porque quien tiene ausente lo que ama
en ninguna ocasión está más triste...
Este es otro de Los pastores de Belén:
Bajaba ya la siempre fría noche,
y vestidos los prados de la sombra
de los montes, perdían
el lustre y color...
En fin, añadamos aún estos versos, tomados de La Dorotea:
Don Fernando. Conocía Dorotea
menos vivos mis afectos,
y con serena templanza
aquellas ansias de verla por instantes...

Si de la prosa de autores clásicos, caemos a la de los modernos, encontraremos la misma cosa. Este es Valle-Inclán. (Claro que la decoración varía, pues aquí nos hallamos en pleno modernismo):

Rancia sedería,
doradas consolas
[...]
Por las galerías
y a lo largo de las escaleras
[...]
Sobre la gala de los uniformes
[...]
Entre un cortejo de plumas fatuas
y chafadas de visajes pasó la Reina
[...]
El fatuo susurro de las Camarillas.
He aquí a Don Miguel de Unamuno. El acto tercero de su Medea, primera escena, comienza en prosa con estos versos:
¿A dónde vas, muchacha, tan de prisa?
Resiste y reprime tu ira
y retén el coraje.
A El otro pertenecen los renglones cortos que siguen:
Estoy dispuesta a matarte,
a matarte de dolor...
¿Y los americanos? José Eustasio Rivera, en La vorágine:

Esta misma tarde principié a picar
la trocha que va
desde el caño Eré hasta el Tamboriaco
[...]
Esclavo, no te quejes de las fatigas,
preso, no te duelas de tu prisión.
[...]
Desperté con el alma ensombrecida
por la tristeza, huraño y nervioso.
[...]
los huesos de mi hijo
son mi cadena.

Los versos que ahora vienen pertenecen a la prosa de Cien años de soledad:

Cuando Amaranta lo vio entrar
sin que él hubiera dicho nada
[...]
Mientras hablaba se sacó el corpiño
y puso en la mesa un pescadito de oro.
[...]
Era irresistible con su vestido inventado
y uno de los largos collares con vértebras de sábado.
Lector, punto redondo. Con este botón me parece que basta para muestra, pues otra cosa sería el cuento de nunca acabar. Alguien pensará tal vez que resultaría interesante montar el mismo espectáculo, per al revés. Es decir, con algunos de los casos (muchísimos) en que la prosa peor se halla escondida en el verso, rebajándole la ley y envileciéndole la mano de obra. Por más que no... ¿Para qué, y sobre todo por qué? ¿Qué autoridad iba a valerme que no fuera la muy precaria y discutida del maestro Ciruela, personaje tan ingenuo y vanidoso como inepto? Vuelvo, pues, a poner en su tablero mis baratijas, y hasta más ver.

Revolución y Cultura, Servicio Especial EFE, S.A., H-1982.

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