A esta alameda muriente
he traído mi cansancio,
y estoy ya no sé qué tiempo
tendida bajo los álamos,
que van cubriendo mi pecho
de su oro divino y tardo.
Sin un ímpetu la tarde
se apagó tras de los álamos.
Por mi corazón mendigo
ella no se ha ensangrentado.
Y el amor al que tendí,
para salvarme, los brazos,
se está muriendo en mi alma
cual su arrebol desflocado.
Y no llevaba más que éste
manojito atribulado
de ternura, entre mis carnes
como un infante, temblando.
¡Ahora se me va perdiendo
como un agua entre los álamos;
pero es otoño, y no agito,
para salvarlo, mis brazos!
En mis sienes la hojarasca
exhala un perfume manso
Tal vez morir sólo sea
ir con asombro marchando
entre un rumor de hojas secas
y por un parque extasiado.
Aunque va a llegar la noche,
y estoy sola, y ha blanqueado
el suelo un azahar de escarcha,
para regresar no me alzo,
ni hago lecho, entre las hojas,
ni acierto a dar, sollozando,
un inmenso Padre Nuestro
por mi inmenso desamparo!