Gabriela Mistral

Monte Aconcagua

Yo he visto, yo he visto
mi monte Aconcagua.
Me dura para siempre
su loca llamarada
y desde que le vimos
la muerte no nos mata.
Manda la noche grande,
suelta las mañanas,
se esconde en las nubes,
bórrase, acaba...
y sigue pastoreando
detrás de la nubada.
 
Parado está en el sueño
de su cuerpo y de su alma,
ni sube ni desciende,
de lo absorto no avanza;
su adoración perenne
no se rinde y relaja,
pero nos pastorea
con lomos y llamarada
aunque le corran cuatro
metales las entrañas.
La sombra grave y dulce
rueda como medalla;
ella cae a las puertas,
las mesas y las caras,
los ojos hace amianto,
los dorsos vuelve plata,
conforta, llama, urge,
nos aúpa y abrasa,
Elías, carro ardiendo
¡Monte Aconcagua!
 
Cebrea los pastales,
tornea las manzanas,
enmiela los racimos,
enjoroba las parvas,
hace en turno de Jove,
tempestad y bonanzas
cuenta y recuenta hijos
y de contar no acaba...
 
Le aguardan espinales
a la primer jornada;
después, salvias y boldos
con reveses de plata,
y a más y a más que sube
el pecho se le aclara:
arrebatado Elías,
¡Elohim Aconcagua!
 
A veces las aldeas
son de su ardor mesadas
y caen desgranándose
en uvas rebanadas.
Mas nunca renegamos
su pecho que nos salva,
parece sueño nuestro,
parece fábula
el que tras de las nubes
su rostro guarda.
¡Elohim abrasado,
viejo Aconcagua!
 
Yo veo, yo veo,
mi Padre Aconcagua
de nuestro claro arcángel
desciende toda gracia.
Ya se oyen sus cascadas,
por las espumas blancas
la madre mía baja
y después se va yendo
por faldas y quebradas.
¡Demiurgo que nos haces,
viejo Aconcagua!
 
Di su nombre, dilo a voces
para que te ensanche el pecho
y te labre la garganta
y se te baje a los sueños.
Aconcagua “padre de aguas”,
Aconcagua, duro gesto,
besado del Dios eterno
y del arrebol postrero.
Algo ha en tus manos, algo
que invoca por tus dos pueblos.
“Paz para los hombres, paz”,
bendición para el pequeño
que está naciendo, dulzura
para el que muere...
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