Flor, flor de la raza mía, Sombra Inquieta,
¡qué dulce y terrible tu evocación!
El perfil de éxtasis, llama la silueta,
las sienes de nardo, l’habla de canción.
Cabellera luenga de cálido manto,
pupilas de ruego, pecho vibrador;
ojos hondos para albergar más llanto;
pecho fino donde taladrar mejor.
Por suave, por alta, por bella, ¡precita!
fatal siete veces; fatal, ¡pobrecita!,
por la honda mirada y el hondo pensar.
¡Ay!, quien te condene, vea tu belleza,
mire el mundo amargo, mida tu tristeza,
¡y en rubor cubierto rompa a sollozar!
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¡Cuánto río y fuente de cuenca colmada,
cuánta generosa y fresca merced
de aguas, para nuestra boca socarrada!
¡Y el alma, la huérfana, muriendo de sed!
Jadeante de sed, loca de infinito,
muerta de amargura la tuya en clamor,
dijo su ansia inmensa por plegaria y grito:
¡Agar desde el vasto yermo abrasador!
Y para abrevarte largo, largo, largo,
Cristo dio a tu cuerpo silencio y letargo,
y lo apegó a su ancho caño saciador...
El que en maldecir tu duda se apure,
que puesta la mano sobre el pecho juré;
“Mi fe no conoce zozobra, Señor.”
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Y ahora que su planta no quiebra la grama
de nuestros senderos, y en el caminar
notamos que falta, tremolante llama,
su forma, pintando de luz el solar,
cuantos la quisimos abajo, apeguemos
la boca a la tierra, y a su corazón,
vaso de cenizas dulces, musitemos
esta formidable interrogación:
¿Hay arriba tanta leche azul de lunas,
tanta luz gloriosa de blondos estíos,
tanta insigne y honda virtud de ablución
que limpien, que laven, que albeen las brunas
manos que sangraron con garfios y en ríos,
¡oh Muerta!, la carne de tu corazón?