Gabriela Mistral

Hallazgo

Bajé por espacio y aires
y mas aires, descendiendo,
sin llamado y con llamada
por la fuerza del deseo,
y a más que yo caminaba
era el descender más recto
y era mi gozo más vivo
y mi adivinar más cierto,
y arribo como la flecha
éste mi segundo cuerpo
en el punto en que comienzan
Patria y Madre que me dieron.
 
¡Tan feliz que hace la marcha!
Me ataranta lo que veo,
lo que miro o adivino,
lo que busco y lo que encuentro;
pero como fui tan otra
y tan mudada regreso,
con temor ensayo rutas,
peñascales y repechos,
el nuevo y largo respiro,
los rumores y los ecos.
O fue loca mi partida
o es loco ahora el regreso;
pero ya los pies tocaron
bajíos, cuestas, senderos,
gracia tímida de hierbas
y unos céspedes tan tiernos
que no quisiera doblarlos
ni rematar este sueño
de ir sin forma caminando
la dulce parcela, el reino
que me tuvo sesenta años
y me habita como un eco.
 
Iba yo, cruza—cruzando
matorrales, peladeros,
copándome ojos de quiscos
y escuadrones de hormigueros
cuando saltaron de pronto,
de un entrevero de helechos,
tu cuello y tu cuerpecillo
en la luz, cual pino nuevo.
 
Son muy tristes, mi chiquito,
las rutas sin compañero:
parecen largo bostezo,
jugarretas de hombre ebrio.
Preguntadas no responden
al extraviado ni al ciego
y parecen la Canidia
que sólo juega a perdernos.
Pero tú les sabes, sí,
malicias y culebreos...
 
Vamos caminando juntos
así, en hermanos de cuento,
tú echando sombra de niño,
yo apenas sombra de helecho...
(¡Qué bueno es en soledades
que aparezca un Ángel—ciervo!)
 
Vuélvete, pues, huemulillo,
y no te hagas compañero
de esta mujer que de loca
truena y yerra los senderos,
porque todo lo ha olvidado,
menos un valle y un pueblo.
El valle lo mientan “Elqui”
y “Montegrande” mi dueño.
 
Naciste en el palmo último
de los Incas, Niño—Ciervo,
donde empezamos nosotros
y donde se acaban ellos;
y ahora que tú me guías
o soy yo la que te llevo
¡qué bien entender tú el alma
y yo acordarme del cuerpo!
 
Bien mereces que te lleve
por lo que tuve de reino.
Aunque lo dejé me tumba
en lo que llaman el pecho,
aunque ya no lleve nombre,
ni dé sombra caminando,
no me oigan pasar las huertas
ni me adivinen los pueblos.
 
Cómo me habían de ver
los que duermen en sus cerros
el sueño maravilloso
que me han contado mis muertos.
Yo he de llegar a dormir
pronto de su sueño mismo
que está doblado de paz,
mucha paz y mucho olvido,
allá donde yo vivía,
donde río y monte hicieron
mi palabra y mi silencio
y Coyote ni Coyote
hielos ni hieles me dieron.
 
¿Qué año o qué día moriste
y por qué cruzas sonámbula
la casa, la huerta, el río,
sin saberte sepultada?
Ve más lejos, sólo un poco
más, donde está tu morada,
al lugar donde miras
y te retardas, quedada.
No respondas a los vivos
con voz rota y sin mirada.
 
Se murieron tus amigos,
te dejaron tus hermanas
y te mueres sin morir
de ti misma trascordada,
y sueles interrogarnos
sobre tu nombre y tu patria.
 
Llegas, llegas a nosotros
desde una estrella ignorada,
preguntando nuestros nombres,
nuestro oficio, nuestras casas.
Eres y no eres; callamos
y partes, sin dar, hermana,
tu patria y tu nombre nuevos,
tu Dios y tu ruta larga,
para alcanzar hasta ellos,
hermana perdida, Hermana.
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