Si me ponen al costado
la ciega de nacimiento,
le diré, bajo, bajito,
con la voz llena de polvo:
—Hermana, toma mis ojos.
¿Ojos? ¿para qué preciso
arriba y llena de lumbres?
En mi Patria he de llevar
todo el cuerpo hecho pupila,
espejo devolvedor
ancha pupila sin párpados.
Iré yo a campo traviesa
con los ojos en las manos
y las dos manos dichosas
deletreando lo no visto
nombrando lo adivinado.
Tome otra mis rodillas
si las suyas se quedaron
trabadas y empedernidas
por las nieves o la escarcha.
Otra tómeme los brazos
si es que se los rebanaron.
Y otras tomen mis sentidos.
Con su sed y con su hambre.
Acabe así, consumada
repartida como hogaza
lanzada a sur o a norte
no seré nunca más una.
Será mi aligeramiento
como un apear de ramas
que me abajan y descargan
de mí misma, como de árbol.
¡Ah, respiro, ay dulce pago,
vertical descendimiento!