A veces llueve en el rincón del patio
y entonces pienso que el gentío se moja.
Se siente frío, es la verdad, no todos
comprenden que estar solo no es alegre.
A veces llueve, es cierto, en la alameda
donde los chicos juegan en verano
con sus fusiles que recuerdan cosas
que nunca quiero recordar ni debo.
A veces es abril; otras, otoño.
A veces cuando escribo a la familia
o bien sentado sueño en la ventana,
contemplo cómo pastan las ovejas.
Y a veces me despeno cuando llueve;
entonces me imagino en la colina
con la paz en los ojos divisando
la tranquila ciudad que abraza el Duero.
Pero estoy en la cama simplemente
y escuchando llover tras los cristales
con una soledad no compartida
que nunca puedo digerir del todo.
Dibujo —entonces, seres no nacidos
que buscan a su padre en mi despensa,
figuras de latón junto a la estufa,
madres que hacen carbón con los cartones.
A veces, cuando llueve, no distingo
la luz pintada y, entre tanto, nada
me impide ver el mundo y su amargura,
la vida y su desnuda realidad.
Pero a veces, también, contemplo el mundo,
cuando llueve, con ojos comedidos,
y leyendo los diarios de la tarde
las horas paso haciendo crucigramas.
Cuando llueve es mejor poner la Radio
Nacional y escuchar al locutor:
un pato que se ha ahogado en el estanque
y un discurso del Papa alas monjitas;
una revista en el Martín, pantanos
que se inauguran cada dos por tres,
una venta de restos post—balance,
Gibraltar, muebles López y un refresco.
Pero a veces, también, y cuando llueve
contemplo que no hay cómodas ni mesas
en la casa, ni nadie que te mire
con ternura y te vele por la noche;
ni leche que tomar por la mañana
cuando. despiertas, como en un susurro,
ni quien —novia—te dé los buenos días
ni nada cuando llueve en el alféizar.
Por eso lloro amargamente entonces...