Hoy me puse la camisa que llevé aquel día. La que se arrugó después de estar horas en ese banco, escuchándola hablar del mar sin haberlo visto en meses.
Ella tenía esa forma de contar lo cotidiano como si fuera sagrado. Yo asentía como un idiota sabio, guardando cada palabra en un bolsillo invisible.
Cuando se despidió, me rozó la manga. Apenas eso.
Pero aún hoy, al pasar la plancha por la tela, siento que hay una arruga que no se deja borrar.
Y no es la de la tela.
Es la que me dejó su ausencia exacta.