Todo el pueblo, admirado,
estaba en una plaza amontonado,
y en medio se empinaba un titerero,
enseñando una bolsa sin dinero.
«Pase de mano en mano, les decía;
señores, no hay engaño, está vacía.»
Se la vuelven; la sopla, y al momento
derrama pesos duros, ¡qué portento!
Levántase un murmullo de repente,
cuando ven por encima de la gente
otro titiritero a competencia.
Queda en expectación la concurrencia
con silencio profundo.
Cesó el primero, y empezó el segundo.
Presenta de licor unas botellas;
algunos se arrojaron hacia ellas,
y al punto las hallaron transformadas
en sangrientas espadas.
Muestra un par de bolsillos de doblones;
dos personas, sin duda dos ladrones,
les echaron la garra muy ufanos,
y se ven dos cordeles en sus manos.
A un relator cargado de procesos
una letra le enseña de mil pesos.
«Sople usted»; sopla el hombre apresurado,
y le cierra los labios un candado.
A un abate arrimado a su cortejo
le presenta un espejo,
y al mirar su retrato peregrino,
se vio con las orejas de pollino.
A un santero le manda
que se acerque; le pilla la demanda,
y allá con sus hechizos
la convirtió en merienda de chorizos.
A un joven desenvuelto y rozagante:
le regala un diamante:
Éste le dio a su dama, y en el punto
pálido se quedó como un difunto,
ítem más sin narices y sin dientes.
Allí fue la rechifla de las gentes,
la burla y la chacota.
El primer titerero se alborota;
dice por el segundo con denuedo:
«Ese hombre tiene un diablo en cada dedo,
pues no encierran virtud tan peregrina
los polvos de la madre Celestina.
Que declare su nombre.»
El concurso lo pide, y el buen hombre
entonces, más modesto que un novicio,
dijo: «No soy el diablo, sino el vicio.»