Un joven educado
con el mayor cuidado
por un viejo filósofo profundo,
salió por fin a visitar el mundo.
Concurrió cierto día,
entre civil y alegre compañía,
a una mesa abundante y primorosa.
«¡Espectáculo horrendo! ¡Fiera cosa!
¡La mesa de cadáveres cubierta
a la vista del hombre!... ¡Y éste acierta
a comer los despojos de la muerte!»
El joven declamaba de esta suerte.
Al son de filosóficas razones,
devorando perdices y pichones,
le responden algunos concurrentes:
Si usted ha de vivir entre las gentes,
deberá hacerse a todo.»
Con un gracioso modo,
alabando el bocado de exquisito,
le presentan un gordo pajarito.
«Cuanto usted ha exclamado será cierto;
mas, en fin, le decían, ya está muerto.
Pruébelo por su vida... Considere
que otro le comerá, si no le quiere.»
La ocasión, las palabras, el ejemplo,
y según yo contemplo,
yo no sé qué olorcillo
que exhalaba el caliente pajarillo,
al joven persuadieron de manera,
que al fin se le comió. «¡Quién lo dijera!
¡Haber yo devorado un inocente!»
Así exclamaba, pero fríamente.
Lo cierto es, que llevado de aquel cebo,
con más facilidad cayó de nuevo.
La ocasión se repite
de uno en otro convite,
y de una codorniz a una becada,
llegó el joven al fin de la jornada,
olvidando sus máximas primeras,
a ser devorador como las fieras.
De esta suerte los vicios se insinúan,
crecen, se perpetúan
dentro del corazón de los humanos,
hasta ser sus señores y tiranos.
Pues ¿qué remedio?... Incautos jovencitos,
cuenta con los primeros pajaritos.