Llevado de la dulce melodía
del cantico variado y delicioso
que en un bosque frondoso
las aves forman saludando al día,
entró cierta mañana
un sabio en los dominios de Diana.
Sus pasos esparcieron el espanto
en la agradable estancia;
interrúmpese el canto;
las aves vuelan a mayor distancia;
todos los animales, asustados,
huyen delante de él precipitados,
y el filósofo queda
con un triste silencio en la arboleda.
Marcha con cauto paso ocultamente;
descubre sobre un árbol eminente
a un faisán, rodeado de su cría,
que con amor materno la decía:
«Hijos míos, pues ya que en mis lecciones
largamente os hablé de los milanos,
de los buitres y halcones,
hoy hemos de tratar de los humanos.
La oveja en leche y lana
da abrigo y alimento
para la raza humana,
y en agradecimiento
a tan gran bienhechora,
la mata el hombre mismo y la devora.
A la abeja, que labra sus panales
artificiosamente,
la roba, come, vende sus caudales,
y la mata en ejércitos su gente.
¿Qué recompensa, en suma,
consigue al fin el ganso miserable
por el precioso bien incomparable,
de ayudar a las ciencias con su pluma?
Le da muerte temprana el hombre ingrato,
y hace de su cadáver un gran plato.
Y pues que los humanos son peores
que milanos y azores
y que toda perversa criatura,
huiréis con horror de su figura.»
Así charló, y el hombre se presenta.
«Ése es», grita la madre, y al instante
la familia volante
se desprende del árbol y se ausenta.
¡Oh, como habló el faisán! Mas, ¡qué dijera
el filósofo exclama, si supiera
que en sus propios hermanos
la ingratitud ejercen los humanos!