Con inminente riesgo de la vida
un ciervo se escapó de la batida,
y en la quinta cercana de repente
se metió en el establo incautamente.
Dícele un buey: «¿Ignoras, desdichado,
que aquí viven los hombres? ¡Ah cuitado!
Detente, y hallarás tanto reposo,
como perdiz en boca de raposo.»
El ciervo respondió: «Pero, no obstante,
dejadme descansar algún instante,
y en la ocasión primera
al bosque espeso emprendo mi carrera.»
Oculto en el ramaje permanece.
A la noche el boyero se aparece,
al ganado reparte el alimento,
nada divisa, sálese al momento.
El mayoral y los criados entran,
y tampoco lo encuentran.
Libre de aquel apuro,
el ciervo se contaba por seguro;
pero el buey, más anciano,
le dice: ¿Qué?, ¿te alegras tan temprano?
Si el amo llega lo perdiste todo;
yo le llamo Cien—ojos por apodo;
mas chitón, que ya viene.»
Entra Cien—ojos, todo lo previene;
a los rústicos dice: «No hay consuelo;
las colleras tiradas por el suelo,
limpió el pesebre, pero muy de paso;
el ramaje muy seco y más escaso:
Seor mayoral, ¿es éste buen gobierno?»
En esto mira al enramado cuerno
del triste ciervo; grita; acuden todos
contra el pobre animal de varios modos,
y a la rústica usanza
se celebró la fiesta de matanza.
Esto quiere decir que el amo bueno
no se debe fiar del ojo ajeno.