Enrique José Varona

El periodismo y la literatura

Si Mr. Matthiew Arnold no hubiera muerto, quizás habría modificado o ampliado ya su concepto de las academias literarias y en especial de la Academia Francesa. Habría visto que ésta, con todas sus pretensiones a ser una especie de poder moderador en la turbulenta república de las letras, y con sus ínfulas de torismo añejo y recalcitrante, no había podido evitar que la sacudieran ráfagas revolucionarias.

Las últimas recepciones en la famosa compañía instituida por el cardenal-poeta Richelieu han tenido cierto sabor exótico, que trasciende a novedad, a cambio. Los nuevos académicos, a fuerza de querer llevar con aplomo el frac conservador, se han pasado de la raya, han introducido una innovación peligrosa para esa respetable casa.

Hasta ahora el recipiendario había creído de rúbrica pronunciar el elogio de su antecesor en el sillón académico, todo lo más fervorosamente que le era dable. M. Challemel-Lacour lo ha entendido de otra suerte; y lo más llanamente posible, como cirujano que se chancea en el acto de rebanar un miembro, ha disecado a Renan, delante de sus doctos colegas. Después, y ayer como quien dice, M. Brunetière, ha elogiado hasta cierto punto a su predecesor M. John Lemoinne, pero fustigando de paso la profesión en que se ilustró el difunto académico, y a la que debe el nuevo, dicho sea de paso, sus mayores triunfos.

M. Challemel-Lacour, filósofo jubilado, se mostró adusto y desabrido con la filosofía del gran irónico. M. Brunetière, periodista, director flamante de la Revue des Deux-Mondes, ha salpicado profusamente sus observaciones sobre el periodismo contemporáneo de esa impertinencia trascendental, que descubre entre los méritos de su antecesor.

Se conoce que los neologismos espantan a M. Brunetière; que le espeluznan los párrafos escritos, galopando la pluma tras el pensamiento; que le sofoca la mirada de zahorí del reporter, y le crispa los nervios su perpetua charla con el público, en la que se concentran todos los ecos de una población, como si fueran las murmuraciones repercutidas de una inmensa casa de vecindad.

No he de entrar a pleito con los nervios del severo crítico, ni negar el fuero a su buen gusto, que quiere purgar la lengua, ni a su discreción, que desea poner una celosía entre los ojos de los ociosos y la vida de los atareados; pero me reservo el derecho de extrañar que hombre tan sagaz no parezca advertir que un periodista no es precisamente un literato; y que un observador de la vida moderna vea con tanta confusión el verdadero oficio de la prensa periódica.

M. Brunetière es partidario de la crítica científica, y ha introducido, el primero en Francia, el concepto de evolución en el examen de los géneros literarios. ¿Cómo no ha visto entonces que la literatura tiene que restringir cada vez más su campo, y dejar fuera mucho de lo que antes, confuso y amalgamado, arrastraba su corriente? Todo lo que se escribe no es literatura. Como todo lo que se pinta no es pintura. Por el contrario, la mayor parte de lo que se escribe está muy lejos del arte literario. Cuanto envuelve fin didáctico, cuanto sirve para la mera información, cuanto se dirige a un público especial, en la industria, en el comercio, en la política, en la ciencia, en el sport, en los salones, en las bolsas o en las cofradías religiosas, se ha salido de las fronteras de ese bello país; donde reina la imaginación y se procura el placer estético para el mayor número.

El fundador de la Academia Francesa, según Sainte Beuve, quería que ésta fuese “un órgano soberano de la opinión”. Pues el periodismo es realmente ese órgano, sin la soberanía. Mas para serlo tiene que cuidarse mucho la información, y poco el estilo. Tiene que ser un Lince, un Argos, y no puede ser un Orfeo. Ha de tener oídos en todas partes y hablar incesantemente; no le queda tiempo para escoger las palabras, ni castigar los períodos.

Lo que más importa a los pueblos modernos es tener conciencia clara de sí mismos, de su vida, con sus múltiples funciones. Para esto necesitaban un órgano apropiado, y eso ha venido a ser el periódico. El ganglio, el centro coordinador de la vida colectiva. Un periodista norteamericano ha dicho admirablemente que el periódico debe ser un espejo puesto a la vista del pueblo. Cuando las sociedades vivían en tutela, los tutores eran los que tenían necesidad de estar bien informados. Esto no es decir que lo estuviesen. Ahora hay algunos pueblos mayores de edad, y muchos que aspiran a serlo. Responsables de sí mismos necesitan ser conscientes de sí mismos. El inconsciente es irresponsable. Pues para guiarse bien, o llegar mañana a guiarse bien, es preciso formarse la representación más exacta posible de lo externo y de lo interno, de lo que somos y de lo que nos rodea.

El periódico dice hora por hora al pueblo cómo vive, cómo piensa, cómo siente, qué le duele, qué le complace, lo que favorece sus progresos, lo que amenaza su existencia. Para desempeñar función tan compleja, necesita multiplicarse, subdividirse, transformarse, ser ubicuo, omnisciente, profeta de la lluvia y del buen tiempo, bombero en el incendio, médico en la casa de socorros, corredor en la bolsa, cajero en el banco, abogado en el tribunal, sabio entre las retortas, danzante en el baile, displicente en la procesión, diputado en el parlamento, sub-secretario en el consejo de ministros, ayuda de cámara... Pídale V. después literatura!

Esto no quita que convenga a los periodistas saber gramática y, si no fuera mucho exigir, hasta consultar alguna vez el diccionario.

Abril, 94
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