En los pliegues de la ausencia,
tu nombre todavía florece,
como un eco de pétalos
que la noche no pudo borrar.
¿Quién recoge el viento
que arrastra las palabras no dichas?
En la orilla de tu sombra,
mi voz titubea,
un balbuceo sin dueño,
un hilo roto del alma.
Era imposible decir adiós.
Como lo es apartar el sol
de la piel que ha sentido su calor.
Como borrar la lluvia
que alguna vez talló caminos en la piedra.
Y sin embargo, aquí estoy.
En el borde del abismo,
sabiendo que el vacío no tiene fin,
pero saltando,
porque la caída también canta.
En los bordes de lo que fuimos,
la memoria nunca descansa.
Acaricia las cicatrices
con manos invisibles,
mientras me aferro a un “nosotros”
que ya no existe.
No es un adiós,
porque nunca aprendí cómo dejarte ir.
Es solo un paso,
una pausa,
un intento de seguir respirando
bajo la piel de este silencio.