He vivido en tantas casas
que a veces dudo de mi voz en los espejos.
Hay habitaciones que todavía me esperan
en ciudades donde ya no existo.
Una madre me llama por otro nombre
en un sueño ajeno.
Despierto con la sensación
de haber perdido algo
que no sé si fue mío.
Las plantas nunca sobreviven a las mudanzas.
Los cuadros terminan en cajas sin etiquetas.
Yo también.
No sé a qué lugar pertenezco,
pero sé cómo empacar rápido
cuando se acaba el silencio.
Mis raíces están hechas de trenes
que nunca terminan de llegar,
de abrazos que se prometen y se olvidan
como si el cuerpo no guardara memoria.
Todo lo que me sostiene
es portátil.
Y sin embargo, sigo buscando
una calle donde pueda nombrarme
sin pedir permiso.