De ciudades herrumbrosas, de templos consumidos,
se elevan los rezos sin fe de labios quebradizos;
un viento de hollín barre los rostros vencidos,
y el alba es un bostezo sin nombre ni hechizos.
Los hombres, amputados de sueños y memoria,
avanzan con la mueca de un dios en retirada,
reptando hacia un sol que arde sin gloria,
un astro ciego, piedra que nunca fue mirada.
Oh, tierra baldía donde germina el hastío,
con venas de asfalto que laten sin sangre,
eres cruz y castigo, horizonte sombrío,
tumba de lo bello, con hedor de masacre.
¡Ay de los ángeles caídos, ebrios de piedad!
Que el cielo, herrumbroso, ya no escucha su canto;
pues el mundo, ahogado en su propia deidad,
ha vestido de sombras su agonía y su llanto.
Todo muere en silencio, como un dios sin historia,
y el hombre, un bufón de su rueda mortal,
persigue su reflejo—débil gloria ilusoria—
en el fango sagrado de un templo abismal.