Voy a preguntarle a mi pasado qué tengo que hacer con este presente. No como quien busca una respuesta absoluta, sino como quien se sienta a escuchar el susurro del tiempo, esperando que algo dentro resuene. Hay momentos en los que el ahora se vuelve un laberinto sin hilos, y solo el eco de lo que fuimos parece conocer la salida.
El pasado no habla con palabras nuevas, pero murmura con la voz de la experiencia, de las decisiones que tomamos con miedo, de las que tomamos con fe. Me detengo, cierro los ojos, y dejo que aparezcan escenas que creía olvidadas: una mirada, un silencio, una caída, una puerta que no abrí. Cada fragmento guarda una clave, no para repetir lo vivido, sino para entender el sentido de lo que hoy me pesa.
No todo en el presente se resuelve con lógica. A veces, hace falta una memoria. Una memoria que no juzgue, que no condicione, sino que acompañe. Y entonces, no le pido al pasado que decida por mí, sino que me recuerde quién fui cuando decidí con el corazón más limpio.
El tiempo no es lineal. El pasado habita el presente en forma de intuición, de heridas que aún arden, de sabidurías que callan. Y en esa conversación silenciosa, descubro que no se trata de resolverlo todo, sino de reconciliarme con lo que fui, para caminar con más verdad hacia lo que seré.