Yolanda solía perderse en los laberintos de su imaginación, donde la realidad se desdibujaba en pinceladas de ensueño. Cada noche, al cerrar los ojos, un universo distinto se desplegaba ante ella: a veces flotaba sobre campos dorados que susurraban secretos antiguos, otras veces danzaba con las estrellas en un cielo sin límites. En sus sueños, no había fronteras ni miedos, solo la promesa de lo imposible volviéndose tangible. La música del viento le narraba historias olvidadas, y el tiempo, en su caprichoso vaivén, la llevaba de la infancia a un futuro incierto donde todo era aún por escribir.
Al despertar, la nostalgia se mezclaba con la certeza de que aquellos mundos, aunque efímeros, eran tan reales como el alba filtrándose por su ventana. La rutina diaria intentaba sofocar la magia de la noche, pero en el brillo de sus ojos persistía la huella de lo soñado. Sabía que, de alguna manera, sus sueños no eran solo un refugio, sino también un presagio, una invitación a buscar en la vigilia aquello que el alma ya había vislumbrado en la penumbra. Porque en el fondo, Yolanda entendía que soñar era, más que una evasión, la más pura forma de existir.