Las manos de mi abuela eran surcos,
y en cada línea dormía el eco
de una lluvia antigua.
Molía el maíz como quien canta
a los huesos de la tierra.
El metate gemía,
como un trueno bajo el barro,
y el humo del fogón,
lento, giraba historias
que no están en los libros.
Había maíz blanco para la palabra,
maíz rojo para la sangre,
maíz negro para el silencio,
y maíz azul para los sueños de los niños
que aún no nacen.
Los perros callaban cuando se amasaba
la masa con sal de lágrima,
y el viento del monte traía
el silbido del abuelo muerto,
que sembró su nombre
en cada grano.
Aquí no hay metáforas,
solo ofrendas.
Aquí se nombra la vida
con los dientes llenos
de ceniza y maíz.