Bajan por la llanura los lobos del invierno,
sus pasos son silencios que quiebran el paisaje.
La luna, como un faro, les guía en lo eterno,
y el viento es su lamento, su oscuro hospedaje.
Sus ojos son braseros de un fuego que no abriga,
destellos en la noche que tiemblan como espinas.
Sus sombras se despliegan donde la nieve obliga,
y el frío les corona con álgidas ruinas.
El hambre es un estigma que cuelga en su costado,
un látigo invisible que roe su aliento.
Sus cuerpos, como estatuas de un mármol desgastado,
se pierden entre sombras que el hielo va cubriendo.
Aúllan a la nada, desgarran el vacío,
invocan a la muerte con su feroz letanía.
El mundo les devuelve un eco tan sombrío
que arrastra sus deseos a una lenta agonía.
Oh, lobos del invierno, heraldos del ocaso,
su andar es una herida que nunca se mitiga.
Son perros de la niebla, viajantes del fracaso,
guardianes de un invierno que nunca se fatiga.