La luz borda en el aire un tapiz de agonías,
y en su fulgor se quiebran los ecos del cristal.
El viento, como un monje, recita letanías,
y el alba desparrama su llanto sideral.
Un árbol, estatua viva, despliega su estructura,
sus ramas son discursos que arañan lo infinito.
La tierra, madre muda, susurra con ternura
y en su piel abre surcos, un cántico contrito.
La luna, grave amante de un cielo sin fronteras,
desliza su blancura cual lágrima callada.
El río, arcaico espejo, dibuja sus quimeras,
y en su latir fugaz halla su piel quebrada.
El lenguaje, cual flecha, se clava en el misterio,
esculpe la materia con signos de su sed.
Es templo de lo etéreo, de sombra y de criterio,
y en su fluir ardiente se funde con la red.