Allá en la lejanía, imponente y solemne,
Se alza una montaña, majestuosa y silente.
Sus cimas nevadas, bajo el sol que las unge,
Parecen evocar una historia doliente.
Testigo mudo de los tiempos que pasan,
Contempla impasible el devenir del mundo.
Sus flancos escarpados, grises y cenicientos,
Reflejan una soledad sin fin, un peso profundo.
Antaño, quizás, fue testigo de hazañas,
De luchas épicas y de glorias pasadas.
Hoy sólo le queda su grandeza desnuda,
Que se yergue inalterable, triste y abandonada.
Ni el viento que ruge, ni el trueno que estalla,
Ni el águila que cruza sus páramos lejanos,
Logran perturbar la quietud de esta cumbre,
Que soporta en silencio los designios humanos.
Oh, montaña solitaria, tú sabes de la vida
Sus ciclos de esplendor, de ruina y de dolor.
Eres un monumento al tiempo que se extingue,
Una elegía de piedra al fugaz resplandor.
Contemplarte me inspira melancolía infinita,
Pues veo reflejada en ti la huella del olvido.
Quizás, algún día, alguien escuche tu callada
Súplica de ser mirada y comprendida, ¡oh gigante erguido!