Caminaba yo, confiado y arrogante,
por un sendero de promesas tentadoras.
Ignorando los sabios consejos de antaño,
me adentré en la senda de las flores engañosas.
Pronto, el camino se volvió más estrecho,
y a mis pies se abrió un abismo profundo.
“¡Cuidado!”, oí una voz, como un eco lejano,
“No permitas que la codicia nuble tu mundo”.
Mas yo, ciego por la ambición y el anhelo,
seguí avanzando, desafiando el peligro.
Hasta que el suelo bajo mis pies se resquebrajó,
y caí al vacío, aferrándome a un hilo.
En aquel momento, vi pasar ante mis ojos
los proverbios que tanto había despreciado:
“La avaricia es un mal consejero”, “La lentitud es prudencia”,
“Quien corre, tropieza”, y “el orgullo precede al fracaso”.
Cuando creí que todo estaba perdido,
una mano me sujetó, firme y segura.
Era un anciano, cuyo rostro sereno
reflejaba la sabiduría que el tiempo le había dado.
“Hijo mío”, dijo con voz pausada y grave,
“aprende de este tropiezo, y que sea tu guía.
Pues solo quien escucha los consejos de los sabios,
logrará alcanzar la cima de la vida”.
Desde entonces, con humildad y cautela,
recorro el camino, atento a cada señal.
Pues sé que los proverbios son lecciones de vida,
que nos salvan del abismo del fracaso final.