En la mesa festiva, un aroma en el aire,
se fragua el secreto de un rito sagrado,
la salsa se vierte, con manos que bailen,
sobre el lechón tierno, dorado, entallado.
Cítricos cantores, limón y naranja,
su jugo se mezcla, chispeante y vital,
un beso de campo que al gusto se lanza,
un toque perfecto, vibrante, tropical.
El ajo despierta con su voz sincera,
chispea en el fuego, su fuerza es vigor,
y el orégano seco, fragancia primera,
arropa los sueños de un plato mejor.
Aceite que danza cual oro fluido,
miel suave que endulza la piel del lechón,
mientras vinagre aviva el rugido,
equilibrio sublime en cada sazón.
La sal como estrella, el toque final,
y el comino, un susurro de campos lejanos,
todo se une en un ritmo cabal,
con el fuego y el tiempo entrelazando sus manos.
Y así en Nochebuena, la salsa consagra,
el alma del lechón, crujiente y dorado,
un banquete que al mundo entero abraza,
en cada bocado, un festín soñado.