Qué suerte que la musa no obedezca razones,
que llegue sin aviso, sin norma ni verdad,
que no pida permiso ni pruebe identidad,
que ignore los aplausos y sus ovaciones.
Qué suerte que no exija talentos heredados,
ni un verso perfecto, ni un premio, ni un dios,
que la encuentre un pintor en un charco de arroz
o un niño jugando con dados gastados.
Solo que le provoques un guiño o una risa,
solo que le susurres un eco en la brisa
y ¡zas!, se te instala, desnuda de ayer.
Como aquella tormenta que nadie predijo,
como aquel duende errante sin rumbo, sin hijo,
como el rayo que besa la torre sin ver.