Don Tomás vivía en un rincón olvidado del pueblo, donde el polvo del camino se mezclaba con el silencio de los días. Su vida era sencilla: la parcela, dos gallinas, y un catre que crujía con el peso de los años. Pero había algo que sostenía su existencia: la carta que nunca llegaba.

Hacía meses que su hijo había partido a la capital buscando trabajo, prometiendo escribir apenas llegara. Al principio, Don Tomás iba cada semana al correo, preguntando al encargado si había algo para él. Pero siempre se llevaba la misma respuesta: “Nada hoy, Don Tomás”.

Con el tiempo, las visitas al correo se hicieron menos frecuentes, aunque la esperanza no menguaba. Cada mañana, después del café, se sentaba en la puerta de su rancho, mirando hacia el camino polvoriento. Sabía que un día vería llegar al cartero, con su bicicleta gastada y su bolsa llena de papeles. Y entonces, en medio de tantos papeles inútiles, aparecería su carta. Esa carta que le diría que su hijo estaba bien, que todo valía la pena, que la distancia no era tan grande como la soledad.

Pasaron los meses, las estaciones, y el tiempo se fue deslizando como agua entre los dedos. A veces, los vecinos lo miraban con lástima, murmullando entre ellos que el muchacho se había olvidado de su viejo padre. Pero Don Tomás seguía esperando, con la calma de quien ya no tiene prisa.

Un día, al despuntar el alba, no salió a sentarse en su puerta. Los vecinos lo encontraron en su catre, con la expresión serena de quien al fin ha dejado de esperar. En su mano, apretada contra el pecho, había un papel arrugado. No era una carta; era un recibo de la última vez que había pagado el pasaje para enviar a su hijo a la capital. Su único tesoro.

Y así fue como lo enterraron, con su rostro en paz y su recibo en la mano. Nunca llegó la carta, pero en el corazón de Don Tomás, la promesa de aquel adiós fue suficiente. Porque a veces, en la vida de los hombres simples, la espera es todo lo que queda.